ALGUNOS ARTICULOS
DE
RENE GUENON
RELACIONADOS CON LA ROSA+CRUZ
(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)
CAPÍTULO XXXVIII
ROSA-CRUZ Y ROSACRUCIANOS
Puesto que hemos sido conducidos a hablar
de los Rosa-Cruz, no será quizás inútil, aunque este tema se refiere a un caso
particular más bien que a la iniciación en general, agregar a eso algunas
precisiones, ya que, en nuestros días, este nombre de Rosa-Cruz se emplea de
una manera vaga y frecuentemente abusiva, y se aplica indistintamente a los personajes
más diferentes, entre los que, sin duda, muy pocos tendrían realmente derecho a
él. Para evitar todas estas confusiones, parece que lo mejor sería establecer
una distinción clara entre Rosa-Cruz y Rosacrucianos, donde este último término
puede recibir sin inconveniente una extensión más amplia que el primero; y es
probable que la mayoría de los pretendidos Rosa-Cruz, designados comúnmente
como tales, no fueron verdaderamente más que Rosacrucianos. Para comprender la
utilidad y la importancia de esta distinción, es menester primeramente recordar
que, como ya lo hemos dicho hace un momento, los verdaderos Rosa-Cruz no han
constituido nunca una organización con formas exteriores definidas, y que, a
partir del comienzo del siglo XVII al menos, hubo no obstante numerosas
asociaciones que se pueden calificar de rosacrucianas[1], lo que
no quiere decir en modo alguno que sus miembros fueran Rosa-Cruz; se puede
incluso estar seguro de que no lo eran, y eso únicamente por el hecho de que
formaban parte de tales asociaciones, lo que puede parecer paradójico e
inclusive contradictorio a primera vista, pero que es sin embargo fácilmente
comprehensible después de las consideraciones que hemos expuesto
precedentemente.
La distinción que indicamos está lejos de
reducirse a una simple cuestión de terminología, y se vincula en realidad a
algo que es de un orden mucho más profundo, puesto que el término Rosa-Cruz,
como lo hemos explicado, es propiamente la designación de un grado iniciático
efectivo, es decir, de un cierto estado espiritual, cuya posesión,
evidentemente, no está ligada de una manera necesaria al hecho de pertenecer a
una cierta organización definida. Lo que representa, es lo que se puede llamar
la perfección del estado humano, ya que el símbolo mismo de la Rosa-Cruz, por
los dos elementos de los que está compuesto, figura la reintegración del ser en
el centro de este estado y la plena expansión de sus posibilidades individuales
a partir de este centro; por consiguiente, marca muy exactamente la restauración
del «estado primordial», o, lo que equivale a lo mismo, el acabamiento de la
iniciación a los «misterios menores». Por otro lado, desde el punto de vista
que se puede llamar «histórico», es menester tener en cuenta el hecho de que
esta designación de Rosa-Cruz, ligada expresamente al uso de un cierto
simbolismo, no ha sido empleada más que en algunas circunstancias determinadas
de tiempo y de lugar, fuera de las cuales sería ilegítimo aplicarla; se podría
decir que aquellos que poseían el grado de que se trata han aparecido como
Rosa-Cruz en esas circunstancias únicamente y por razones contingentes, como,
en otras circunstancias, han podido aparecer bajo otros nombres y bajo otros
aspectos. Eso, bien entendido, no quiere decir que el símbolo mismo al que se
refiere este nombre no pueda ser mucho más antiguo que el empleo que se ha
hecho así de él, e incluso, como para todo símbolo verdaderamente tradicional,
sería sin duda completamente vano buscarle un origen definido. Lo que queremos
decir, es sólo que el nombre sacado del símbolo no ha sido aplicado a un grado
iniciático sino a partir del siglo XIV, y, además, únicamente en el mundo
occidental; así pues, no se aplica más que en relación a una cierta forma
tradicional, que es la del esoterismo cristiano, o, más precisamente todavía,
la del hermetismo cristiano; volveremos más adelante sobre lo que es menester
entender exactamente por el término «hermetismo».
Lo que acabamos de decir está indicado
por la «leyenda» misma de Christian Rosenkreutz, cuyo nombre es por lo demás
puramente simbólico, y en el que es muy dudoso que sea menester ver un
personaje histórico, hayan dicho lo que hayan dicho algunos de él, sino que
aparece más bien como la representación de lo que se puede llamar una «entidad
colectiva»[2]. El
sentido general de la «leyenda» de este fundador supuesto, y en particular los
viajes que le son atribuidos[3], parece
ser que, después de la destrucción de la Orden del Temple, los iniciados al
esoterismo cristiano se reorganizaron, de acuerdo con los iniciados al
esoterismo islámico, para mantener, en la medida de lo posible, el lazo que
había sido aparentemente roto por esta destrucción; pero esta reorganización
debió hacerse de una manera más oculta, invisible en cierto modo, y sin tomar
su apoyo en una institución conocida exteriormente y que, como tal, habría
podido ser destruida todavía una vez más[4]. Los
verdaderos Rosa-Cruz fueron propiamente los inspiradores de esta
reorganización, o, si se quiere, fueron los poseedores del grado iniciático del
que hemos hablado, considerados especialmente en tanto que desempeñaron este
papel, que se continuó hasta el momento donde, a consecuencia de otros
acontecimientos históricos, el lazo tradicional del que se trata fue
definitivamente roto para el mundo occidental, lo que se produjo en el curso
del siglo XVII[5].
Se dice que los Rosa-Cruz se retiraron entonces a oriente, lo que significa
que, en adelante, ya no ha habido en occidente ninguna iniciación que permita
alcanzar efectivamente este grado, y también que la acción que se había
ejercido a su través hasta entonces para el mantenimiento de la enseñanza
tradicional correspondiente dejó de manifestarse, al menos de una manera
regular y normal[6].
En cuanto a saber cuáles fueron los
verdaderos Rosa-Cruz, y a saber con certeza si tal o cual personaje fue uno de
ellos, eso aparece como completamente imposible, por el hecho mismo de que se
trata esencialmente de un estado espiritual, y por consiguiente puramente
interior, del que sería muy imprudente querer juzgar según signos exteriores
cualesquiera. Además, en razón de la naturaleza de su papel, estos Rosa-Cruz,
como tales, no han podido dejar ningún rastro visible en la historia profana,
de suerte que, incluso si pudieran conocerse sus nombres, sin duda no enseñarían
nada a nadie; por lo demás, a este respecto, remitimos a lo que ya hemos dicho
de los cambios de nombres, y que explica suficientemente lo que la cosa puede
ser en realidad. En lo que se refiere a los personajes cuyos nombres son
conocidos, concretamente como autores de tales o cuales escritos, y que se
designan comúnmente como Rosa-Cruz, lo más probable es que, en muchos casos,
fueran influenciados o inspirados más o menos directamente por los Rosa-Cruz, a
los cuales sirvieron en cierto modo de portavoz[7], lo que
expresaremos diciendo que fueron sólo Rosacrucianos, sea que hayan pertenecido
o no a alguna de las agrupaciones a las cuales se puede dar la misma
denominación. Por el contrario, si se ha encontrado excepcionalmente y como por
accidente que un verdadero Rosa-Cruz haya jugado un papel en los
acontecimientos exteriores, eso sería en cierto modo a pesar de su cualidad más
bien que a causa de ella, y entonces los historiadores pueden estar muy lejos
de sospechar esta cualidad, hasta tal punto las dos cosas pertenecen a dominios
diferentes. Todo eso, ciertamente, es poco satisfactorio para los curiosos,
pero deben tomar su partido; muchas cosas escapan así a los medios de
investigación de la historia profana, que forzosamente, por su naturaleza
misma, no permiten aprehender nada más que lo que se puede llamar el «exterior»
de los acontecimientos.
Es menester todavía agregar otra razón
por la que los verdaderos Rosa-Cruz debieron permanecer siempre desconocidos:
es que ninguno de ellos puede afirmarse nunca tal, como tampoco, en la
iniciación islámica, ningún Ýûfî auténtico puede prevalerse de
este título. En eso hay incluso una similitud que es particularmente
interesante destacar, aunque, a decir verdad, no hay equivalencia entre las dos
denominaciones, ya que lo que está implicado en el nombre de Ýûfî es en realidad de un orden más elevado que lo que implica el de
Rosa-Cruz y se refiere a posibilidades que rebasan las del estado humano,
considerado incluso en su perfección; en todo rigor, debería reservarse
exclusivamente al ser que ha llegado a la realización de la «Identidad
Suprema», es decir, a la meta última de toda iniciación[8]; pero no
hay que decir que un tal ser posee a
fortiori el grado que hace al Rosa-Cruz y puede, si hay lugar a ello,
desempeñar las funciones correspondientes. Por lo demás, se hace comúnmente del
nombre de Ýûfî el mismo abuso que del nombre de
Rosa-Cruz, hasta aplicarle a veces a los que están sólo en la vía que conduce a
la iniciación efectiva, sin haber alcanzado todavía ni siquiera los primeros
grados de ésta; y, a este propósito, se puede notar que, no menos
corrientemente, se da una parecida extensión ilegítima a la palabra Yogî en lo que concierne a la tradición
hindú, de suerte que esta palabra, que, ella también, designa propiamente al
ser que ha alcanzado la meta suprema, y que es así el exacto equivalente de Ýûfî, llega a ser aplicada allí a aquellos que no están todavía más
que en sus etapas preliminares e incluso en su preparación más exterior. Así
pues, no sólo en parecido caso, sino incluso para el que ha llegado a los
grados más elevados, sin haber llegado no obstante al término final, la
designación que conviene propiamente es la de mutaçawwuf; y, como el Ýûfî mismo no está marcado por
ninguna distinción exterior, esta misma designación será también la única que
podrá tomar o aceptar, no en virtud de consideraciones puramente humanas como
la prudencia o la humildad, sino porque su estado espiritual constituye
verdaderamente un secreto incomunicable[9]. Es una
distinción análoga a esa, en un orden más restringido (puesto que no rebasa los
límites del estado humano), la que se puede expresar por los dos términos de
Rosa-Cruz y de Rosacruciano, distinción en la que este último puede designar a
todo aspirante al estado de Rosa-Cruz, a cualquier grado que haya llegado
efectivamente, e incluso si todavía no ha recibido más que una iniciación
simplemente virtual en la forma a la que esta designación conviene propiamente
de hecho. Por otra parte, de lo que acabamos de decir se puede sacar una suerte
de criterio negativo, en el sentido de que, si alguien se ha declarado
Rosa-Cruz o Ýûfî, se puede afirmar desde
entonces, sin tener necesidad de examinar las cosas más a fondo, que no lo era
ciertamente en realidad.
Otro criterio negativo resulta del hecho
de que los Rosa-Cruz no se ligaron nunca a ninguna organización exterior; si a
alguien se le conoce como habiendo sido miembro de una tal organización, se
puede afirmar también que, al menos en tanto que formó parte de ella activamente,
no fue un verdadero Rosa-Cruz. Por lo demás, hay que destacar que las
organizaciones de este género no llevaron el título de Rosa-Cruz sino muy
tardíamente, puesto que no se le ve aparecer así, como lo decíamos más atrás,
más que a comienzos del siglo XVII, es decir, poco antes del momento en que los
verdaderos Rosa-Cruz se retiraron de occidente; y es incluso visible, por
muchos indicios, que las organizaciones que se hicieron conocer entonces bajo
este título estaban ya más o menos desviadas, o en todo caso muy alejadas de la
fuente original. Con mayor razón la cosa fue así para las organizaciones que se
constituyeron más tarde todavía bajo el mismo vocablo, y cuya mayor parte no
hubieran podido reclamar sin duda, al respecto de los Rosa-Cruz, ninguna
filiación auténtica y regular, por indirecta que fuera[10], y no
hablamos aquí, entiéndase bien, de las múltiples formaciones pseudoiniciáticas
contemporáneas que no tienen de rosacruciano más que el nombre usurpado, que no
poseen ningún rastro de una doctrina tradicional cualquiera, y que han adoptado
simplemente, por una iniciativa completamente individual de sus fundadores, un
símbolo que cada uno interpreta según su propia fantasía, a falta del
conocimiento de su sentido verdadero, que escapa tan completamente a estos
pretendidos Rosacrucianos como al primer profano que llega.
Hay todavía un punto sobre el que debemos
volver para más precisión: hemos dicho que debió haber, en el origen del
Rosacrucianismo, una colaboración entre iniciados a los dos esoterismos
cristiano e islámico; esta colaboración debió continuarse también después,
puesto que se trataba precisamente de mantener el lazo entre las iniciaciones
de oriente y occidente. Iremos incluso más lejos: los mismos personajes, hayan
venido del cristianismo o del islamismo, han podido, si han vivido en oriente y
en occidente (y, aparte de todo simbolismo, las alusiones constantes a sus
viajes hacen pensar que este debió ser el caso de muchos de entre ellos), ser a
la vez Rosa-Cruz y Ýûfîs (o mutaçawwufin de los grados superiores), puesto que el estado
espiritual que habían alcanzado implicaba que estaban más allá de las
diferencias que existen entre las formas exteriores, y que no afectan en nada a
la unidad esencial y fundamental de la doctrina tradicional. Bien entendido,
por eso no conviene menos mantener, entre Taçawwuf
y Rosacrucianismo, la distinción que es la de las dos formas diferentes de
enseñanza tradicional; y los Rosacrucianos, discípulos más o menos directos de
los Rosa-Cruz, son únicamente aquellos que siguen la vía especial del
hermetismo Cristiano; pero no puede haber ninguna organización iniciática
plenamente digna de este nombre y que posea la consciencia efectiva de su meta,
que no tenga, en la cima de su jerarquía, seres que hayan rebasado la
diversidad de las apariencias formales. Esos podrán, según las circunstancias,
aparecer como Rosacrucianos, como mutaçawwufîn,
o en otros aspectos todavía; ellos son verdaderamente el lazo vivo entre todas
las tradiciones, porque, por su consciencia de la unidad, participan
efectivamente en la gran Tradición primordial, de la que todas las demás se
derivan por adaptación a los tiempos y a los lugares, y que es una como la
Verdad misma.
(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)
CAPÍTULO XXXIX
MISTERIOS MAYORES Y MISTERIOS MENORES
En lo que precede, hemos hecho alusión en
diversas ocasiones a la distinción de los «misterios mayores» y de los
«misterios menores», designaciones tomadas a la antigüedad griega, pero que, en
realidad, son susceptibles de una aplicación completamente general; ahora nos
es menester insistir un poco más en ella, a fin de precisar bien cómo debe
entenderse esta distinción. Lo que es menester comprender bien ante todo, es
que en eso no hay géneros de iniciación diferentes, sino etapas o grados de una
misma iniciación, si se considera ésta como debiendo constituir un conjunto
completo y proseguirse hasta su término último; así pues, en principio, los
«misterios menores» no son más que una preparación a los «misterios mayores»,
puesto que su término mismo no es todavía más que una etapa de la vía
iniciática. Decimos en principio, ya que es muy evidente que, de hecho, cada
ser no puede ir más que hasta el punto donde se detienen sus posibilidades
propias; por consiguiente, algunos podrán no estar cualificados más que para
los «misterios menores», o incluso para una porción más o menos restringida de
éstos; pero eso sólo quiere decir que no son capaces de seguir la vía
iniciática hasta el final, y no que siguen otra vía diferente de la de aquellos
que pueden ir más lejos que ellos.
Los «misterios menores» comprenden todo
lo que se refiere al desarrollo de las posibilidades del estado humano
considerado en su integridad; por consiguiente, terminan en lo que hemos
llamado la perfección de este estado, es decir, en lo que se designa
tradicionalmente como las restauración del «estado primordial». Los «misterios
mayores» conciernen propiamente a la realización de los estados suprahumanos:
tomando al ser en el punto donde le han dejado los «misterios menores», y que
es el centro del dominio de la individualidad humana, le conducen más allá de
este dominio, y a través de los estados supraindividuales, pero todavía
condicionados, hasta el estado incondicionado, que es el único que es la verdadera
meta, y que se designa como la «Liberación final» o como la «Identidad
Suprema». Para caracterizar respectivamente estas dos fases, aplicando el
simbolismo geométrico[11], se
puede hablar de «realización horizontal» y de «realización vertical», donde la
primera debe servir de base a la segunda; esta base se representa
simbólicamente por la tierra, que corresponde al dominio humano, y la
realización suprahumana se describe entonces como una ascensión a través de los
cielos, que corresponden a los estados superiores del ser[12]. Por lo
demás, es fácil comprender por qué la segunda presupone necesariamente la
primera: el punto central del estado humano es el único donde es posible la
comunicación directa con los estados superiores, puesto que ésta se efectúa
según el eje vertical que encuentra en este punto al dominio humano; así pues,
es menester haber llegado primeramente a este centro para poder después
elevarse, según la dirección del eje, a los estados supraindividuales; y es por
eso por lo que, para emplear el lenguaje de Dante, el «Paraíso terrestre» no es
más que una etapa en la vía que conduce al «Paraíso celeste»[13].
Hemos citado y explicado en otra parte un
texto en el que Dante pone el «Paraíso celeste» y el «Paraíso terrestre»
respectivamente en relación con lo que deben ser, desde el punto de vista
tradicional, el papel de la autoridad espiritual y el del poder temporal, es
decir, en otros términos, con la función sacerdotal y la función real[14]; aquí
nos contentaremos con recordar brevemente las importantes consecuencias que se
desprenden de esta correspondencia desde el punto de vista que nos ocupa al
presente. En efecto, de ello resulta que los «misterios mayores» están en
relación directa con la «iniciación sacerdotal», y los «misterios menores» con
la «iniciación real»[15]; si
empleamos ahora los términos tomados a la organización hindú de las castas,
podemos decir pues que, normalmente, los primeros pueden ser considerados como
el dominio propio de los brâhmanes y los segundos como el de los kshatriyas[16]. Se
puede decir también que el primero de estos dos dominios es de orden
«sobrenatural» o «metafísico», mientras que el segundo es sólo de orden
«natural» o «físico», lo que corresponde efectivamente a las atribuciones
respectivas de la autoridad espiritual y del poder temporal; y, por otra parte,
esto permite caracterizar también claramente el orden de conocimiento al que se
refieren los «misterios mayores» y los «misterios menores» y que ponen en obra
para la parte de la realización iniciática que les concierne: los «misterios
menores» implican esencialmente el conocimiento de la naturaleza (considerada,
eso no hay que decirlo, desde el punto de vista tradicional y no desde el punto
de vista profano que es el de las ciencias modernas), y los «misterios mayores»,
el conocimiento de lo que está más allá de la naturaleza. Así pues, el
conocimiento metafísico puro depende propiamente de los «misterios mayores», y
el conocimiento de las ciencias tradicionales de los «misterios menores»; por
lo demás, como el primero es el principio del que derivan necesariamente todas
las ciencias tradicionales, de ello resulta también que los «misterios menores»
dependen esencialmente de los «misterios mayores» y que tienen su principio en
ellos, del mismo modo que el poder temporal, para ser legítimo, depende de la
autoridad espiritual y tiene su principio en ella.
Acabamos de hablar sólo de los brâhmanes
y de los kshatriyas, pero es menester no olvidar que los vaishyas pueden estar
cualificados también para la iniciación; de hecho, encontramos por todas
partes, como estándoles destinadas especialmente, las formas iniciáticas
basadas en el ejercicio de los oficios, sobre las cuales no tenemos la
intención de volver de nuevo largamente, puesto que ya nos hemos explicado
suficientemente en otra parte sobre su principio y su razón de ser[17], y
puesto que, por lo demás, hemos debido volver a hablar aquí de ellas en
diversas ocasiones, dado que es precisamente a tales formas a las que se
vincula todo lo que subsiste de organizaciones iniciáticas en occidente. Para
los vaishyas, con mayor razón todavía que para los kshatriyas, el dominio
iniciático que les conviene propiamente es el de los «misterios menores»; por
lo demás, esta comunidad de dominio, si se puede decir, ha conducido frecuentemente
a contactos entre las formas de iniciación destinadas a los unos y a los otros[18], y, por
consiguiente, a relaciones bastante estrechas entre las organizaciones por las
que estas formas son practicadas respectivamente[19]. Es
evidente que, más allá del estado humano, las diferencias individuales sobre
las que se apoyan esencialmente las iniciaciones de oficio, desaparecen
enteramente y ya no podrían desempeñar ningún papel; desde que el ser ha
llegado al «estado primordial», las diferencias que dan nacimiento a las
diversas funciones «especializadas» ya no existen, aunque todas estas funciones
tengan igualmente su fuente en él, o más bien por eso mismo; y, efectivamente,
es a esta fuente común a donde se trata de remontar, al ir hasta el término de
los «misterios menores», para poseer en su plenitud todo lo que está implicado
por el ejercicio de una función cualquiera.
Si consideramos la historia de la
humanidad tal como la enseñan las doctrinas tradicionales, en conformidad con
las leyes cíclicas, debemos decir que en el origen, el hombre, al tener la
plena posesión de su estado de existencia, tenía naturalmente por eso mismo las
posibilidades correspondientes a todas las funciones, anteriormente a toda
distinción de éstas. La división de estas funciones se produjo en un estado
ulterior, que representa ya un estado inferior al «estado primordial», pero en
el que cada ser humano, aunque ya no tenía más que algunas posibilidades
determinadas, tenía todavía espontáneamente la consciencia efectiva de estas posibilidades.
Es sólo en un periodo de mayor oscurecimiento cuando esta consciencia vino a
perderse; y, desde entonces, la iniciación devino necesaria para permitir al
hombre recobrar, con esta consciencia, el estado anterior al que ella es
inherente; tal es en efecto el primero de sus fines, el que se propone más
inmediatamente. Eso, para ser posible, implica una transmisión que se remonta,
por una «cadena» ininterrumpida, hasta el estado que se trata de restaurar, y
así, seguidamente, hasta el «estado primordial» mismo; y todavía, puesto que la
iniciación no se detiene ahí, y puesto que los «misterios menores» no son más
que la preparación a los «misterios mayores», es decir, a la toma de posesión
de los estados superiores del ser, es menester en definitiva remontar más allá
incluso de los orígenes de la humanidad; es por eso por lo que la cuestión de
un origen «histórico» de la iniciación aparece como enteramente desprovista de
sentido. Por lo demás, ocurre lo mismo en lo que concierne al origen de los oficios,
de las artes y de las ciencias, considerados en su acepción tradicional y
legítima, ya que todos, a través de las diferenciaciones y de las adaptaciones
múltiples, pero secundarias, derivan igualmente del «estado primordial», que
los contiene a todos en principio, y, por ahí, se ligan a los demás órdenes de
existencia, más allá de la humanidad misma, lo que, por lo demás, es necesario
para que, cada uno en su rango y según su medida, puedan concurrir
efectivamente a la realización del «plan del Gran Arquitecto del Universo».
Debemos agregar todavía que, puesto que
los «misterios mayores» tienen como dominio el conocimiento metafísico puro,
que es esencialmente uno e inmutable en razón misma de su carácter principial,
es solo en el dominio de los «misterios menores» donde pueden producirse
desviaciones; y esto podría explicar muchos de los hechos concernientes a
algunas organizaciones iniciáticas incompletas. De una manera general, estas
desviaciones suponen que el lazo normal con los «misterios mayores» ha sido
roto, de suerte que los «misterios menores» han llegado a ser tomados por un
fin en sí mismos; y, en estas condiciones, ya no pueden llegar siquiera
realmente a su término, sino que se dispersan en cierto modo en un desarrollo
de posibilidades más o menos secundarias, desarrollo que, al no estar ordenado
ya en vista de un fin superior, corre el riesgo desde entonces de tomar un
carácter «inarmónico» que constituye precisamente la desviación. Por otro lado,
es también en este mismo dominio de los «misterios menores», y ahí únicamente,
donde la contrainiciación es susceptible de oponerse a la iniciación verdadera
y de entrar en lucha con ella[20]; el
dominio de los «misterios mayores», que se refiere a los estados suprahumanos y
al orden puramente espiritual, está, por su naturaleza misma, más allá de una
tal oposición, y, por consiguiente, enteramente cerrado a todo lo que no es la
verdadera iniciación según la ortodoxia tradicional. De todo eso resulta que la
posibilidad de extravío subsiste en tanto que el ser no está reintegrado
todavía al «estado primordial», pero que cesa de existir desde que ha alcanzado
el centro de la individualidad humana; y es por eso por lo que se puede decir
que aquel que ha llegado a este punto, es decir, a la terminación de los
«misterios menores», está ya virtualmente «liberado»[21], aunque
no pueda estarlo efectivamente más que cuando haya recorrido la vía de los
«misterios mayores» y realizado finalmente la «Identidad Suprema».
(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)
CAPÍTULO XL
INICIACIÓN SACERDOTAL E INICIACIÓN REAL
Aunque lo que acaba de ser dicho basta en
suma para caracterizar bastante claramente la iniciación sacerdotal y la
iniciación real, creemos deber insistir todavía un poco más sobre la cuestión
de sus relaciones, en razón de algunas concepciones erróneas que hemos
encontrado por diversos lados, y que tienden a presentar cada una de estas dos
iniciaciones como formando por sí misma un todo completo, de tal suerte que ya
no se trataría de dos grados jerárquicos diferentes, sino de dos tipos
doctrinales irreductibles. La intención principal de aquellos que propagan una
tal concepción parece ser, en general, oponer las tradiciones orientales, que
serían del tipo sacerdotal o contemplativo, y las tradiciones occidentales, que
serían del tipo real y guerrero o activo; y, aunque no se llega hasta proclamar
la superioridad de éstas sobre aquellas, se pretende al menos ponerlas en un
pie de igualdad. Agregamos incidentalmente que esto se acompaña lo más frecuentemente,
en lo que concierne a las tradiciones occidentales, de opiniones históricas
bastante fantásticas sobre su origen, tales, por ejemplo, como la hipótesis de
una «tradición mediterránea» primitiva y única, que muy probablemente no ha
existido nunca.
En realidad, en el origen, y
anteriormente a la división de las castas, las dos funciones sacerdotal y real
no existían en el estado distinto y diferenciado; una y otra estaban contenidas
en su principio común, que está más allá de las castas, y del que éstas no han
salido más que en una fase ulterior del ciclo de la humanidad terrestre[22]. Por lo
demás, es evidente que, desde que se han distinguido las castas, toda
organización social ha debido, bajo una forma o bajo otra, conllevarlas a todas
igualmente, puesto que ellas representan diferentes funciones que deben
coexistir necesariamente; no se puede concebir una sociedad compuesta
únicamente de brâhmanes, ni alguna otra compuesta únicamente de kshatriyas. La
coexistencia de estas dos funciones implica normalmente su jerarquización,
conformemente a su naturaleza propia, y por consiguiente la de los individuos
que las desempeñan; el brahman es superior al kshatriya por naturaleza, y no
porque haya tomado más o menos arbitrariamente el primer lugar en la sociedad;
y lo es porque el conocimiento es superior a la acción, porque el dominio
«metafísico» es superior al dominio «físico», como el principio es superior a
lo que deriva de él; y de ahí proviene también, no menos naturalmente, la
distinción de los «misterios mayores», que constituyen propiamente la
iniciación sacerdotal, y de los «misterios menores», que constituyen
propiamente la iniciación real.
Dicho eso, toda tradición, para ser
regular y completa, debe conllevar a la vez, en su aspecto esotérico, las dos
iniciaciones, o más exactamente, las dos partes de la iniciación, es decir, los
«misterios mayores» y los «misterios menores», donde, por lo demás, la segunda
está esencialmente subordinada a la primera, como lo indican bastante
claramente los términos mismos que los designan respectivamente. Esta
subordinación no ha podido ser negada más que por los kshatriyas rebeldes, que
se han esforzado en invertir las relaciones normales, y que, en algunos casos,
han podido lograr constituir una suerte de tradición irregular e incompleta,
reducida a lo que corresponde al dominio de los «misterios menores», el único
del que tenían conocimiento y que éstos presentan falsamente como la doctrina
total[23]. En un
parecido caso, únicamente subsiste la iniciación real, por lo demás degenerada
y desviada por el hecho mismo de que ya no está vinculada al principio que la
legitimaba; en cuanto al caso contrario, aquel en el que sólo existiría la
iniciación sacerdotal, es ciertamente imposible encontrar en ninguna parte el
menor ejemplo de ello. Eso basta para poner las cosas en su punto: si hay
verdaderamente dos tipos de organizaciones tradicionales e iniciáticas, es
porque una es regular y normal y la otra irregular y anormal, una completa y la
otra incompleta (y, es menester agregar, incompleta por arriba); no podría ser
de otro modo, y eso de una manera absolutamente general, tanto en occidente
como en oriente.
Ciertamente, en el estado actual de las
cosas al menos, como lo hemos dicho en muchas ocasiones, las tendencias contemplativas
están mucho más ampliamente extendidas en oriente y las tendencias activas (o
más bien «actuantes» en el sentido más exterior) en occidente; pero, a pesar de
todo, en eso no se trata más que de una cuestión de proporción, y no de
exclusividad. Si hubiera una organización tradicional en occidente (y queremos
decir aquí una organización tradicional integral, que poseyera efectivamente
los dos aspectos esotérico y exotérico), debería conllevar normalmente, así
como ocurre con las de oriente, a la vez la iniciación sacerdotal y la
iniciación real, cualesquiera que fueran las formas particulares que pudieran
tomar para adaptarse a las condiciones del medio, pero siempre con el
reconocimiento de la superioridad de la primera sobre la segunda, y eso cualquiera
que fuera por lo demás el número de los individuos que serían respectivamente
aptos para recibir la una o la otra de estas dos iniciaciones, ya que en eso el
número no cuenta para nada y no podría modificar de ninguna manera lo que es
inherente a la naturaleza misma de las cosas[24].
Lo que puede hacer ilusión, es que en
occidente, aunque ni la iniciación real ni la iniciación sacerdotal existen ya
actualmente[25],
se encuentran más fácilmente los vestigios de la primera que los de la segunda;
eso se debe ante todo a los lazos que existen generalmente entre la iniciación
real y las iniciaciones de oficio, así como lo hemos indicado más atrás, y en
razón de los cuales, pueden encontrarse tales vestigios en las organizaciones
derivadas de estas iniciaciones de oficio y que subsisten todavía hoy día en el
mundo occidental[26].
Hay también algo más: por un fenómeno bastante extraño, se ve reaparecer a
veces, de una manera más o menos fragmentaria, pero no obstante muy
reconocible, algo de esas tradiciones disminuidas y desviadas que, en
circunstancias muy diversas de tiempos y de lugares, fueron el producto de la
rebelión de los kshatriyas, y cuyo carácter «naturalista» constituye siempre su
marca principal[27].
Sin insistir más en ello, solo señalaremos la preponderancia acordada
frecuentemente, en parecido caso, a un cierto punto de vista «mágico» (y, por
lo demás, en esto no hay que entender exclusivamente la búsqueda de efectos
exteriores más o menos extraordinarios, como es el caso cuando no se trata más
que de pseudoiniciación), resultado de la alteración de las ciencias
tradicionales separadas de su principio metafísico[28].
Por lo demás, la «mezcla de las castas»,
es decir, en suma la destrucción de toda verdadera jerarquía, característica
del último periodo del Kali Yuga[29],
hace más difícil, sobre todo para aquellos que no van hasta el fondo de las
cosas, determinar exactamente la naturaleza real de elementos como éstos a los
que hacemos alusión; y, sin duda, todavía no hemos llegado al grado más extremo
de la confusión. El ciclo histórico, comenzado en un nivel superior a la
distinción de las castas, debe terminar, por un descenso gradual cuyas
diferentes etapas hemos delineado en otra parte[30], en un
nivel inferior a esta misma distinción, ya que, evidentemente, como lo hemos
indicado más atrás, hay dos maneras opuestas de estar fuera de las castas: se
puede estar más allá o más acá, por encima de la más alta o por debajo de la
más baja de entre ellas; y, si el primero de estos dos casos era normalmente el
de los hombres del comienzo del ciclo, el segundo devendrá el de la inmensa
mayoría en su fase final; ya se ven indicios bastante claros de ello como para
que sea inútil detenernos más en este punto, ya que, a menos de estar
completamente cegado por algunos prejuicios, nadie puede negar que la tendencia
a una nivelación por abajo sea uno de los caracteres más llamativos de la época
actual[31].
No obstante, se podría objetar esto: si
el fin de un ciclo debe coincidir necesariamente con el comienzo de otro, ¿cómo
podrá juntarse el punto más bajo con el punto más alto? Ya hemos respondido en
otra parte a esta cuestión[32]: en
efecto, deberá operarse un enderezamiento, y no será posible, precisamente, más
que cuando se haya alcanzado el punto más bajo: esto se vincula propiamente al
secreto de la «inversión de los polos». Por otra parte, este enderezamiento
deberá ser preparado, incluso visiblemente, antes del fin del ciclo actual;
pero no podrá serlo más que por aquel que, uniendo en él las potencias del
Cielo y de la Tierra, las del oriente y del occidente, manifestará al exterior,
a la vez en el dominio del conocimiento y en el de la acción, el doble poder
sacerdotal y real conservado a través de las edades, en la integridad de su
principio único, por los detentadores ocultos de la Tradición primordial. Por
lo demás, sería vano querer buscar saber ahora cuándo y cómo se producirá una
tal manifestación, y sin duda será muy diferente de todo lo que se podría
imaginar a este respecto; los «misterios del Polo» (el-asrâr-el-qutbâniyah) están ciertamente bien guardados, y nada de
ellos podrá ser conocido en el exterior antes de que se cumpla el tiempo
fijado.
(Obra: Apreciaciones sobre la Iniciación)
CAPÍTULO XLI
ALGUNAS CONSIDERACIONES SOBRE EL
HERMETISMO
Hemos dicho precedentemente que los
Rosa-Cruz eran propiamente seres llegados a la terminación efectiva de los
«misterios menores», y que la iniciación rosacruciana, inspirada por ellos, era
una forma particular que se vinculaba al hermetismo cristiano; relacionando
esto con lo que acabamos de explicar en último lugar, se debe poder comprender
ya que el hermetismo, de una manera general, pertenece al dominio de lo que se
designa como la «iniciación real». No obstante, será bueno aportar todavía
algunas precisiones sobre este punto, ya que ahí también se han introducido
muchas confusiones, y la palabra «hermetismo» misma es empleada por muchos de
nuestros contemporáneos de una manera muy vaga e incierta; en eso no queremos
hablar sólo de los ocultistas, para los cuales la cosa es muy evidente, pero
hay otros que, aunque estudian la cuestión de una manera más seria, quizás a
causa de algunas ideas preconcebidas, no parecen haberse dado cuenta muy
exactamente de lo que se trata en realidad.
Es menester notar primeramente que esta
palabra «hermetismo» indica que se trata de una tradición de origen egipcio,
revestida después de una forma helenizada, sin duda en la época alejandrina, y
transmitida bajo esta forma, en la edad media, a la vez al mundo islámico y al
mundo cristiano, y, agregaremos, al segundo en gran parte por la intermediación
del primero[33],
como lo prueban los numerosos términos árabes o arabizados adoptados por los
hermetistas europeos, comenzando por la palabra misma de «alquimia» (el-kimyâ)[34]. Así
pues, sería completamente abusivo extender esta designación a otras formas
tradicionales, como lo sería otro tanto por ejemplo, llamar «Kabbala» a otra
cosa que al esoterismo hebraico[35]; bien
entendido, no es que no existan equivalentes suyos en otras partes, pues estos
equivalentes existen ciertamente, de suerte que esta ciencia tradicional que es
la alquimia[36] tiene su correspondencia exacta en doctrinas
como las de la India, del Tíbet y de la China, aunque con modos de expresión y
métodos de realización naturalmente bastante diferentes; pero, desde que se
pronuncia el nombre de «hermetismo», con eso se especifica una forma claramente
determinada, cuya proveniencia no puede ser otra que grecoegipcia. En efecto,
la doctrina que se designa así se atribuye por eso mismo a Hermes, en tanto que éste era considerado por los griegos como
idéntico al Thoth egipcio; por lo
demás, esto presenta a esta doctrina como esencialmente derivada de una
enseñanza sacerdotal, ya que Thoth,
en su papel de conservador y de transmisor de la tradición, no es otra cosa que
la representación misma del antiguo sacerdocio egipcio, o más bien, para hablar
más exactamente, del principio de inspiración «suprahumano» del que éste tenía
su autoridad y en nombre del cual formulaba y comunicaba el conocimiento iniciático.
Sería menester no ver en eso la menor contradicción con el hecho de que esta
doctrina pertenece propiamente al dominio de la iniciación real, ya que debe
entenderse bien que, en toda tradición regular y completa, es el sacerdocio el
que, en virtud de su función esencial de enseñanza, confiere igualmente las dos
iniciaciones, directa o indirectamente, y quien asegura así la legitimidad
efectiva de la iniciación real misma, al vincularla a su principio superior, de
la misma manera que el poder temporal no puede sacar su legitimidad más que de
una consagración recibida de la autoridad espiritual[37].
Dicho eso, la cuestión principal que se
plantea es ésta: lo que se ha mantenido bajo este nombre de «hermetismo»,
¿puede ser considerado como constituyendo una doctrina tradicional completa en
sí misma? La respuesta no puede ser más que negativa, ya que en eso no se trata
estrictamente más que de un conocimiento que no es de orden metafísico, sino
sólo cosmológico, entendiendo esta palabra en su doble aplicación «macrocósmica»
y «microcósmica», ya que no hay que decir que, en toda concepción tradicional,
hay siempre una estrecha correspondencia entre estos dos puntos de vista. Por
consiguiente, no es admisible que el hermetismo, en el sentido que esta palabra
ha tomado desde la época alejandrina y que ha guardado constantemente desde
entonces, represente, aunque sea a título de «readaptación», la integridad de
la tradición egipcia, tanto más cuanto que eso sería claramente contradictorio
con el papel esencial desempeñado en ésta por el sacerdocio, papel que acabamos
de recordar; aunque, a decir verdad, el punto de vista cosmológico parece haber
sido desarrollado especialmente en él, en la medida al menos en la que todavía
es posible actualmente saber algo a su respecto, por poco preciso que sea, y
aunque sea en todo caso lo más sobresaliente que hay en todos los vestigios
suyos que subsisten todavía, ya se trate de texto o de monumentos, es menester
no olvidar que el punto de vista cosmológico no puede ser nunca más que un
punto de vista secundario y contingente, una aplicación de la doctrina
principial al conocimiento de lo que podemos llamar el «mundo intermediario»,
es decir, del dominio de la manifestación sutil donde se sitúan los
prolongamientos extracorporales de la individualidad humana, o las
posibilidades mismas cuyo desarrollo concierne propiamente a los «misterios
menores»[38].
Podría ser interesante, pero sin duda
bastante difícil, buscar cómo esta parte de la tradición egipcia ha podido
encontrarse en cierto modo aislada y conservarse de una manera aparentemente
independiente, incorporarse después al esoterismo islámico y al esoterismo
cristiano de la edad media (lo que, por lo demás, no habría podido constituir
una doctrina completa), hasta el punto de devenir verdaderamente parte
integrante del uno y del otro, y de proporcionarles todo un simbolismo que, por
una transposición conveniente, ha podido servir incluso a veces de vehículo a
verdades de un orden más elevado[39]. No
queremos entrar aquí en estas consideraciones históricas demasiado complejas;
sea como sea, en lo que concierne a esta cuestión particular, recordaremos que
las ciencias del orden cosmológico son efectivamente aquellas que, en las
civilizaciones tradicionales, han sido sobre todo el patrimonio de los
kshatriyas o de sus equivalentes, mientras que la metafísica pura era
propiamente, como ya lo hemos dicho, el de los brâhmanes. Por eso es por lo
que, debido a un efecto de la rebelión de los kshatriyas contra la autoridad
espiritual de los brâhmanes, se han podido ver constituirse a veces corrientes
tradicionales incompletas, reducidas únicamente a estas ciencias separadas de
su principio transcendente, e incluso, así como lo hemos indicado más atrás,
desviadas en el sentido «naturalista», por la negación de la metafísica y el
desconocimiento del carácter subordinado de la ciencia «física»[40], así
como también (puesto que las dos cosas se dan estrechamente, como las
explicaciones que hemos dado ya deben hacerlo comprender suficientemente) por
el desconocimiento del origen esencialmente sacerdotal de toda enseñanza
iniciática, incluso de la destinada más particularmente al uso de los
kshatriyas. Esto no quiere decir, ciertamente, que el hermetismo constituya en
sí mismo una tal desviación o que implique nada de ilegítimo, lo que,
evidentemente, habría hecho imposible su incorporación a formas tradicionales
ortodoxas; pero es menester reconocer que, en efecto, puede prestarse a ello
bastante fácilmente por su naturaleza misma, por poco que se presenten
circunstancias favorables a esta desviación[41]; y, por
lo demás, más generalmente, ese es el peligro de todas las ciencias
tradicionales, cuando se cultivan en cierto modo por sí mismas, lo que expone a
perder de vista su vinculamiento al orden principial. La alquimia, que, por así
decir, se podría definir como la «técnica» del hermetismo, es en realidad un
«arte real», si se entiende por ello un modo de iniciación más especialmente
apropiado a la naturaleza de los kshatriyas[42]; pero
eso mismo marca precisamente su lugar exacto en el conjunto de una tradición
regularmente constituida, y, además, es menester no confundir los medios de una
realización iniciática, cualesquiera que puedan ser, con su meta, que, en
definitiva, es siempre el conocimiento puro.
Por otro lado, es menester desconfiar
perfectamente de una cierta asimilación que se tiende a veces a establecer
entre el hermetismo y la «magia»; incluso si se quiere entonces tomar ésta en
un sentido bastante diferente de aquel en el que se la entiende de ordinario,
es muy de temer que eso mismo, que es en suma un abuso de lenguaje, no pueda
sino provocar confusiones más bien enojosas. En su sentido propio, la magia no
es en efecto, como ya lo hemos explicado ampliamente, más que una de las más
inferiores entre todas las aplicaciones del conocimiento tradicional, y no
vemos que pueda haber la menor ventaja en evocar su idea cuando se trata en
realidad de cosas que, aunque son todavía contingentes, son no obstante de un
nivel notablemente más elevado. Por lo demás, puede que en eso haya también
algo más que una simple cuestión de terminología mal aplicada: esta palabra
«magia» ejerce sobre algunos, en nuestra época, una extraña fascinación, y,
como ya lo hemos anotado, la preponderancia acordada a un tal punto de vista,
aunque no fuera más que de intención, está ligada también a la alteración de
las ciencias tradicionales separadas de su principio metafísico; sin duda, ese
es el escollo principal contra el que corre el riesgo de estrellarse toda
tentativa de reconstitución o de restauración de tales ciencias, si no se
comienza por lo que es verdaderamente el comienzo bajo todas las relaciones, es
decir, por el principio mismo, que es también, al mismo tiempo, el fin en vista
del cual todo lo demás debe estar normalmente ordenado.
Otro punto sobre el que hay lugar a
insistir, es la naturaleza puramente «interior» de la verdadera alquimia, que
es propiamente de orden psíquico cuando se la toma en su aplicación más
inmediata, y de orden espiritual cuando se la transpone a su sentido superior;
y, en realidad, eso es lo que constituye todo su valor desde el punto de vista
iniciático. Por consiguiente, esta alquimia no tiene nada que ver con las
operaciones materiales de una «química» cualquiera, en el sentido actual de esta
palabra; casi todos los modernos se han equivocado extrañamente sobre esto,
tanto aquellos que han querido constituirse en defensores de la alquimia como
aquellos que, por el contrario, se han hecho sus detractores; y esta
equivocación es todavía menos excusable en los primeros que en los segundos
que, al menos, nunca han pretendido, ciertamente, la posesión de un
conocimiento tradicional cualquiera. No obstante, es muy fácil ver en qué
términos los antiguos hermetistas hablan de los «sopladores» y «quemadores de
carbón», en los que es menester reconocer a los verdaderos precursores de los
químicos actuales, por poco halagador que sea para estos últimos; e, inclusive
en el siglo XVIII todavía, un alquimista como Pernety no deja de subrayar en
toda ocasión la diferencia entre la «filosofía hermética» y la «química
vulgar». Así pues, como ya lo hemos dicho en muchas ocasiones al mostrar el
carácter de «residuo» que tienen las ciencias profanas en relación a las
ciencias tradicionales (pero éstas son cosas tan completamente extrañas a la
mentalidad actual que nunca se podría insistir demasiado en ello), lo que ha
dado nacimiento a la química moderna, no es la alquimia, con la que no tiene en
suma ninguna relación real (como tampoco la tiene, por lo demás, con la
«hiperquímica» imaginada por algunos ocultistas contemporáneos)[43]; la
química moderna no es más que una deformación o una desviación suya, salida de
la incomprehensión de aquellos que, profanos desprovistos de toda cualificación
iniciática e incapaces de penetrar en una medida cualquiera el verdadero
sentido de los símbolos, tomaron todo al pie de la letra, según la acepción más
exterior y más vulgar de los términos empleados, y, creyendo así que no se
trataba en todo eso más que de operaciones materiales, se lanzaron a una
experimentación más o menos desordenada, y en todo caso bastante poco digna de
interés bajo más de un aspecto[44]. En el
mundo árabe igualmente, la alquimia material ha sido siempre muy poco
considerada, y a veces asimilada incluso a una suerte de brujería, mientras
que, por el contrario, se tenía en un honor muy elevado a la alquimia
«interior» y espiritual, designada frecuentemente bajo el nombre de kimyâ es-saâdah o «alquimia de la
felicidad»[45].
Por lo demás, eso no quiere decir que sea
menester negar la posibilidad de las transmutaciones metálicas, que representan
la alquimia a los ojos del vulgo; pero es menester reducirlas a su justa
importancia, que no es mayor en suma que la de experiencias «científicas»
cualesquiera, y no confundir cosas que son de un orden totalmente diferente; a priori, no se ve por qué no podría
ocurrir que tales transmutaciones sean realizadas por procedimientos que
dependen simplemente de la química profana (y, en el fondo, la «hiperquímica» a
la que hacíamos alusión hace un momento no es otra cosa que una tentativa de
este género)[46].
No obstante, hay otro aspecto de la cuestión: el ser que ha llegado a la
realización de algunos estados interiores, puede, en virtud de la relación
analógica del «microcosmos» y del «macrocosmos», producir exteriormente efectos
correspondientes; así pues, es perfectamente admisible que aquel que ha llegado
a un cierto grado en la práctica de la alquimia «interior» sea capaz, por eso
mismo, de efectuar transmutaciones metálicas u otras cosas del mismo orden,
pero eso a título de consecuencia completamente accidental, y sin recurrir a
ninguno de los procedimientos de la pseudoalquimia material, sino únicamente
por una suerte de proyección al exterior de las energías que lleva en sí mismo.
Por lo demás, aquí hay que hacer todavía una distinción esencial: en eso no
puede tratarse más que de una acción de orden psíquico, es decir, de la puesta
en obra de influencias sutiles pertenecientes al dominio de la individualidad
humana, y entonces todavía se trata de alquimia material, si se quiere, pero
operando por medios completamente diferentes a los de la pseudoalquimia, que se
refieren exclusivamente al dominio corporal; o bien, para un ser que ha
alcanzado un grado de realización más elevado, puede tratarse de una acción
exterior de verdaderas influencias espirituales, como la que se produce en los
«milagros» de las religiones, de los cuales ya hemos dicho algunas palabras
precedentemente. Entre estos casos, hay una diferencia comparable a la que
separa la «teúrgia» de la magia (aunque, lo repetimos todavía, no sea de magia
de lo que se trata propiamente aquí, de suerte que no indicamos esto más que a
título de similitud), puesto que, en suma, esta diferencia es la misma que hay
entre el orden espiritual y el orden psíquico; si los efectos aparentes son a
veces los mismos por una parte y por otra, las causas que los producen no son
por eso menos total y profundamente diferentes. Por lo demás, agregaremos que
aquellos que poseen realmente tales poderes[47] se abstienen cuidadosamente de hacer
exhibición de ellos para impresionar al gentío, e incluso no hacen generalmente
ningún uso de ellos, al menos fuera de ciertas circunstancias particulares
donde su ejercicio se encuentra legitimado por otras consideraciones[48].
Sea como sea, lo que es menester no
perder de vista nunca, y lo que está en la base misma de toda enseñanza
verdaderamente iniciática, es que toda realización digna de este nombre es de
orden esencialmente interior, incluso si es susceptible de tener en el exterior
repercusiones de cualquier género que sea. El hombre no puede encontrar sus
principios más que en sí mismo, y puede encontrarlos porque lleva en sí mismo
la correspondencia de todo lo que existe, ya que es menester no olvidar que,
según una fórmula del esoterismo islámico, «El hombre es el símbolo de la
Existencia universal»[49]; y, si
llega a penetrar hasta el centro de su propio ser, alcanza por eso mismo el
conocimiento total, con todo lo que implica por añadidura: «El que se conoce a
Sí mismo, conoce a su Señor»[50], y
conoce entonces todas las cosas en la suprema unidad del Principio mismo, en el
que está contenida «eminentemente» toda realidad.
(Obra: El Esoterismo de Dante)
Capítulo IV: DANTE Y EL ROSACRUCISMO
El mismo reproche de
insuficiencia que hemos formulado respecto a Rossetti y Aroux puede ser
dirigido también a Éliphas Lévi, que, aunque afirma una relación con los
Misterios antiguos, ha visto en ellos sobre todo una aplicación política, o
político-religiosa, que no tiene a nuestros ojos más que una importancia
secundaria, y que ha cometido siempre el error de suponer que las
organizaciones propiamente iniciáticas se han comprometido directamente en las
luchas exteriores. He aquí, en efecto, lo que dice este autor en su Histoire de la Magie: «Se han
multiplicado los comentarios y los estudios sobre la obra de Dante, y nadie,
que sepamos, ha señalado su verdadero carácter. La obra del gran gibelino es
una declaración de guerra al Papado por la revelación atrevida de los
misterios. La epopeya de Dante es johanita[51] y gnóstica; es una aplicación atrevida de las figuras y de los
números de la Kabbala a los dogmas cristianos, y una negación secreta de todo
lo que hay de absoluto en estos dogmas. Su viaje a través de los mundos
sobrenaturales se cumple como la iniciación a los misterios de Eleusis y de
Tebas. Es Virgilio quien le conduce y le protege en los círculos del nuevo
Tártaro, como si Virgilio, el tierno y melancólico profeta de los destinos del
hijo de Polión, fuera a los ojos del poeta florentino el padre ilegítimo, pero
verdadero, de la epopeya cristiana. Gracias al genio pagano de Virgilio, Dante
escapa de ese abismo sobre cuya puerta había leído una sentencia de
desesperanza; y escapa de allí poniendo su
cabeza en el lugar de sus pies y sus pies en el lugar de su cabeza, es
decir, tomando el contrapié del dogma, y entonces remonta a la luz sirviéndose
para ello del demonio mismo como de una escala monstruosa; escapa a lo
espantoso a fuerza de espanto, a lo horrible a fuerza de horror. El Infierno,
parece, no es un atolladero más que para aquellos que no saben darse la vuelta;
Dante toma al diablo a contrapelo, si me es permisible emplear aquí esta
expresión familiar, y se emancipa por su audacia. Es ya el protestantismo
rebasado, y el poeta de los enemigos de Roma ya ha descubierto a Fausto al
subir al Cielo sobre la cabeza de Mefístoles vencido[52]».
En realidad, la voluntad de
«revelar misterios», suponiendo que la cosa sea posible (y no lo es, porque el
verdadero misterio no es más que inexpresable), y la decisión de «tomar el
contrapié del dogma», o de invertir conscientemente el sentido y el valor de
los símbolos, no serían las marcas de una iniciación muy alta. Afortunadamente,
no vemos por nuestra parte, nada de tal en Dante, cuyo esoterismo se envuelve
más bien al contrario en un velo bastante difícilmente penetrable, al mismo
tiempo que se apoya sobre bases estrictamente tradicionales; hacer de él un
precursor del protestantismo, y quizás también de la Revolución, simplemente
porque fue un adversario del Papado sobre el terreno político, es desconocer enteramente su pensamiento y no comprender
nada del espíritu de su época.
Hay todavía otra cosa que nos
parece difícilmente sostenible: es la opinión que consiste en ver en Dante un
«kabalista» en el sentido propio de esta palabra; y aquí somos tanto más
llevados a desconfiar cuanto que sabemos muy bien cuántos de nuestros
contemporáneos se ilusionan fácilmente sobre este tema, creyendo encontrar
Kábala por todas partes donde hay una forma cualquiera de esoterismo. ¿No hemos
visto a un escritor masónico afirmar gravemente que Kábala y Caballería son
una sola y misma cosa, y, a pesar de las más elementales nociones lingüísticas,
que las dos palabras mismas tienen un origen común?[53]. En presencia de tales inverosimilitudes, se comprenderá la
necesidad de mostrarse circunspecto, y de no contentarse con vagas
aproximaciones para hacer de tal o de cual personaje un kabalista; ahora bien,
la Kábala es esencialmente la tradición hebraica[54], y no tenemos ninguna prueba de que una influencia judía se haya
ejercido directamente sobre Dante[55]. Lo que ha dado nacimiento a tal opinión, es únicamente el empleo
que hace de la ciencia de los números; pero si esta ciencia existe efectivamente
en la Kábala hebraica y tiene en ella un lugar de los más importantes, también
se encuentra en otras partes; ¿se llegará pues a pretender igualmente, bajo el
mismo pretexto, que Pitágoras era también un kabalista?[56]. Como ya lo hemos dicho, es más bien al Pitagorismo que a la
Kábala al que, en este aspecto, se podría vincular Dante, que, muy
probablemente, conoció sobre todo del Judaísmo lo que el Cristianismo ha
conservado de él en su propia doctrina.
«Observaremos también,
continúa Éliphas Lévi, que el Infierno de Dante no es más que un Purgatorio negativo. Nos explicamos: su
Purgatorio parece haberse formado en su Infierno como en un molde, es la
cubierta y como el tapón del abismo, y se comprende que el titán florentino, al
escalar el Paraíso, quisiera arrojar de un puntapié el Purgatorio al Infierno».
Esto es verdad en un sentido, puesto que el monte del Purgatorio se formó, en
el hemisferio austral, con los materiales rechazados del seno de la tierra
cuando la caída de Lucifer cavó el abismo; pero no obstante el Infierno tiene
nueve círculos, que son como un reflejo inverso de los nueve cielos, mientras
que el Purgatorio no tiene más que siete divisiones; la simetría no es pues
exacta en todos los aspectos.
«Su cielo se compone de una
serie de círculos kabalísticos divididos por una cruz como el pantáculo de
Ezequiel; en el centro de esa cruz
florece una rosa, y vemos aparecer
por primera vez, expuesto públicamente y casi categóricamente explicado, el
símbolo de los Rosa-Cruz». Por lo demás, hacia la misma época, este mismo
símbolo había de aparentar también, aunque quizás de una manera un poco menos
clara, en otra obra poética célebre: el Roman
de la Rose. Éliphas Lévi piensa que «el Roman
de la Rose y la Divina Comedia
son las dos formas opuestas (sería más justo decir complementarias) de una
misma obra: la iniciación a la independencia del espíritu, la sátira de todas
las instituciones contemporáneas y la fórmula alegórica de los grandes secretos
de la Sociedad de los Rosa-Cruz», la cual, a decir verdad, no llevaba todavía
este nombre, y además, lo repetimos, no fue nunca (salvo en algunas ramas
tardías y más o menos desviadas) una «sociedad» constituida con todas las
formas exteriores que implica esta palabra. Por otra parte, la «independencia
del espíritu» o, para decirlo mejor, la independencia intelectual no era, en la
Edad Media, una cosa tan excepcional como los modernos imaginan de ordinario, y
los monjes mismos no se privaban de una crítica muy libre, cuyas
manifestaciones se pueden encontrar hasta en las esculturas de las catedrales;
todo eso no tiene nada de propiamente esotérico, y hay, en las obras de que se
trata, algo mucho más profundo.
«Estas importantes
manifestaciones del ocultismo, dice también Éliphas Lévi, coinciden con la época
de la caída de los Templarios, puesto que Jean de Meung o Clopinel,
contemporáneo de la ancianidad de Dante, florecía durante sus más bellos años
en la corte de Felipe el Hermoso. Es un libro profundo bajo una forma ligera[57], es una revelación tan sabia como la de Apuleyo de los misterios
del ocultismo. La rosa de Flamel, la de Jean de Meung y la de Dante han nacido
sobre el mismo rosal»[58].
Sobre estas últimas líneas, no
haremos más que una reserva: y es que la palabra «ocultismo», que ha sido
inventada por Éliphas Lévi mismo, conviene muy poco para designar lo que
existió anteriormente a él, sobre todo si se piensa en lo que ha devenido el
ocultismo contemporáneo, que, aunque se da por una restauración del esoterismo,
no ha llegado a ser más que una grosera caricatura del mismo, porque sus
dirigentes no estuvieron nunca en posesión de los verdaderos principios ni de
ninguna iniciación seria. Éliphas Lévi sería sin duda el primero en desaprobar
a sus pretendidos sucesores, a los que era ciertamente muy superior
intelectualmente, aunque estaba muy lejos de ser realmente tan profundo como
quiere parecer, al haber cometido el error de considerar todas las cosas a
través de la mentalidad de un revolucionario de 1848. Si nos hemos entretenido
un poco en discutir su opinión, es porque sabemos bien que su influencia ha
sido grande, incluso sobre aquellos que apenas sí le han comprendido, y porque
pensamos que es bueno fijar los límites en los cuales su competencia puede ser
reconocida: su principal defecto, que es el de su tiempo, es poner las
preocupaciones sociales en el primer plano y mezclarlas con todo
indistintamente; en la época de Dante, ciertamente se sabía situar mejor cada
cosa en el lugar que debe convenirle normalmente en la jerarquía universal.
Lo que ofrece un interés muy
particular para la historia de las doctrinas esotéricas, es la constatación de
que varias manifestaciones importantes de estas doctrinas coinciden, en pocos
años, con la destrucción de la Orden del Temple; hay una relación incontestable,
aunque bastante difícil de determinar con precisión, entre estos diversos
acontecimientos. Por consiguiente, en los primeros años del siglo XIV, y sin
duda ya en el curso del siglo precedente, había, tanto en Francia como en
Italia, una tradición secreta («oculta» si se quiere, pero no «ocultista»), la
misma que debía llevar más tarde el nombre de tradición rosacruciana. La
denominación de Fraternitas Rosæ-Crucis
aparece por primera vez en 1374, o incluso, según algunos (concretamente Michel
Maier), en 1413; y la leyenda de Christian
Rosenkreutz, el fundador supuesto cuyo nombre y cuya vida son puramente
simbólicos, quizás no fue enteramente constituida más que en el siglo XVI;
pero, acabamos de ver que el símbolo de la Rosa-Cruz es ciertamente muy anterior.
Aquella doctrina esotérica,
cualquiera que sea la designación particular que se le quiera dar hasta la
aparición del Rosacrucismo propiamente dicho (si es que se encuentra necesario
darle una), presentaba caracteres que permiten hacerla entrar en lo que se
llama bastante generalmente el hermetismo. La historia de esta tradición
hermética está íntimamente ligada a la de las Órdenes de caballería; y, en la
época de que nos ocupamos, era conservada por organizaciones iniciáticas como
la de la Fede Santa y de los Fieles de Amor, y también por aquella Massenie del Santo Graal de la que el
historiador Henri Martin habla en estos términos[59], precisamente a propósito de las novelas de caballería, que son
también una de las grandes manifestaciones literarias del esoterismo en la Edad
Media: «En el Titurel, la leyenda del
Grial alcanza su última y espléndida
transfiguración, bajo la influencia de ideas que Wolfram[60] parecía haber embebido en Francia, y particularmente en los
Templarios del mediodía de Francia. Ya no es pues en isla de Bretaña, sino en
Galia, cerca de los confines de España, donde el Grial está conservado. Un héroe llamado Titurel funda un templo
para depositar en él el santo Vaso, y
es el profeta Merlín quien dirige esa construcción misteriosa, iniciado como ha
sido por José de Arimatea en persona en el plano del Templo por excelencia, es
decir, del Templo de Salomón[61]. La Caballería del Grial
deviene aquí la Massenie, es decir,
una Franc-Masonería ascética, cuyos miembros se llaman los Templistas, y se puede entender aquí la intención de religar a un
centro común, figurado por este Templo ideal, la Orden de los Templarios y las numerosas confraternidades de constructores que renovaron por entonces la
arquitectura de la Edad Media. Se entrevén en eso muchas aberturas sobre lo que
se podría llamar la historia subterránea de aquellos tiempos, mucho más
complejos de lo que se cree generalmente… Lo que es muy curioso y de lo que
apenas si se puede dudar, es de que la Francmasonería moderna se remonta de
escalón en escalón hasta la Massenie du
Saint Graal»[62].
Sería quizás imprudente adoptar de una
manera demasiado exclusiva la opinión expresada en la última frase, porque los
vínculos de la Masonería moderna con las organizaciones anteriores son, ellos
también, extremadamente complejos; pero por ello no será menos bueno tenerla en
cuenta, ya que en eso se puede ver al menos la indicación de uno de los
orígenes reales de la Masonería. Todo eso puede ayudar a entender en cierta
medida los medios de transmisión de las doctrinas esotéricas a través de la
Edad Media, así como la oscura filiación de las organizaciones iniciáticas en
el curso de ese mismo periodo, durante el que fueron verdaderamente secretas en
la más completa acepción de esta palabra.
(De la obra: EL SIMBOLISMO DE LA CRUZ)
CAPÍTULO III
EL SIMBOLISMO METAFÍSICO DE LA CRUZ
La mayoría de las doctrinas
tradicionales simbolizan la realización del «Hombre Universal» por un signo que
es por todas partes el mismo, porque, como lo decíamos al comienzo, es de
aquellos que se vinculan directamente a la tradición primordial: es el signo de
la cruz, que representa muy claramente la manera en que esta realización se
alcanza por la comunión perfecta de la totalidad de los estados del ser,
armónica y conformemente jerarquizados, en expansión integral en los dos
sentidos de la «amplitud» y de la «exaltación»[63].
En efecto, esta doble expansión del ser puede considerarse como efectuándose,
por una parte, horizontalmente, es decir, en cierto nivel o grado de existencia
determinado, y por otra, verticalmente, es decir, en la superposición
jerarquizada de todos los grados. Así, el sentido horizontal representa la
«amplitud» o la extensión integral de la individualidad tomada como base de la
realización, extensión que consiste en el desarrollo indefinido de un conjunto
de posibilidades sometidas a algunas condiciones especiales de manifestación;
debe entenderse bien que, en el caso del ser humano, esta extensión no está
limitada de ningún modo a la parte corporal de la individualidad, sino que
comprende todas las modalidades de ésta, puesto que el estado corporal no es
propiamente más que una de estas modalidades. El sentido vertical representa la
jerarquía, indefinida también y con mayor razón, de los estados múltiples, cada
uno de los cuales, considerado del mismo modo en su integralidad, es uno de
estos conjuntos de posibilidades, que se refieren a otros tantos «mundos» o
grados, y que están comprendidos en la síntesis total del «Hombre Universal»[64].
En esta representación crucial, la expansión horizontal corresponde pues a la
indefinidad de las modalidades posibles de un mismo estado de ser considerado
integralmente, y la superposición vertical a la serie indefinida de los estados
del ser total.
No hay que decir, por lo demás,
que el estado cuyo desarrollo es figurado por la línea horizontal puede ser un
estado cualquiera; de hecho será el estado en el que se encuentra actualmente,
en cuanto a su manifestación, el ser que realiza el «Hombre Universal», estado
que es para él el punto de partida y el soporte o la base de esta realización.
Todo estado, cualquiera que sea, puede proporcionar a un ser una tal base, así
como se verá más claramente después; si consideramos más particularmente a este
respecto el estado humano, es porque éste, siendo el nuestro, nos concierne más
directamente, de suerte que el caso que vamos a tratar sobre todo es el de los
seres que parten de este estado para efectuar la realización; pero debe
entenderse bien que, desde el punto de vista metafísico puro, este caso no
constituye de ningún modo un caso privilegiado.
Se debe comprender desde ahora
que la totalización efectiva del ser, al estar más allá de toda condición, es
la misma cosa que lo que la doctrina hindú llama la «Liberación» (Moksha), o lo que el esoterismo islámico
llama la «Identidad Suprema»[65].
Por lo demás, en esta última forma tradicional, se enseña que el «Hombre
Universal», en tanto que es representado por el conjunto «Adam-Eva», tiene el
número de Allah, lo que es en efecto
una expresión de la «Identidad Suprema»[66].
A propósito de esto, es menester hacer una precisión que es en extremo
importante, ya que se podría objetar que la designación de «Adam-Eva», aunque
sea ciertamente susceptible de transposición, no se aplica, en su sentido propio,
más que al estado humano primordial: es que, si la «Identidad Suprema» no está
realizada efectivamente más que en la totalización de los estados múltiples, se
puede decir que en cierto modo ya está realizada virtualmente en el «estado
edénico», en la integración del estado humano llevado a su centro original,
centro que, por lo demás, como se verá, es el punto de comunicación directa con
los demás estados[67].
Por otra parte, se podría
decir también que la integración del estado humano, o de no importa cuál otro
estado, representa, en su orden y a su grado, la totalización misma del ser; y
esto se traducirá muy claramente en el simbolismo geométrico que vamos a
exponer. Si ello es así, es porque se puede encontrar en todas las cosas,
concretamente en el hombre individual, e incluso más particularmente todavía en
el hombre corporal, la correspondencia y como la figuración del «Hombre
Universal», puesto que cada una de las partes del Universo, ya se trate por lo
demás de un mundo o de un ser particular, es por todas partes y siempre,
análoga al todo. Así, un filósofo tal como Leibnitz tuvo razón, ciertamente, al
admitir que toda «substancia individual» (con las reservas que hemos hecho más
atrás sobre el valor de esta expresión) debe contener en sí misma una
representación integral del Universo, lo que es una aplicación correcta de la
analogía del «macrocosmo» y del «microcosmo»[68];
pero, al limitarse a la consideración de la «substancia individual» y al querer
hacer de ella el ser mismo, un ser completo e incluso cerrado, sin ninguna
comunicación real con nada que le rebase, se impidió pasar del sentido de la
«amplitud» al de la «exaltación», y así privó a su teoría de todo alcance
metafísico verdadero[69].
Nuestra intención no es de ningún modo entrar aquí en el estudio de las
concepciones filosóficas, cualesquiera que puedan ser, como tampoco en el de
toda otra cosa que dependa igualmente del dominio «profano»; pero esta
precisión se nos presentaba naturalmente, como una aplicación casi inmediata de
lo que acabamos de decir sobre los dos sentidos según los cuales se efectúa la
expansión del ser total.
Para volver al simbolismo de
la cruz, debemos observar todavía que ésta, además de la significación
metafísica y principial de la que hemos hablado exclusivamente hasta aquí,
tiene otros diversos sentidos más o menos secundarios y contingentes; y ello
debe ser así normalmente, según lo que hemos dicho, de una manera general, de
la pluralidad de los sentidos incluidos en todo símbolo. Antes de desarrollar
la representación geométrica del ser y de sus estados múltiples, tal como se
encierra sintéticamente en el signo de la cruz, y de penetrar en el detalle de
este simbolismo, bastante complejo cuando se le quiere llevar tan lejos como es
posible, hablaremos un poco de esos otros sentidos, ya que, aunque las
consideraciones a las que se refieren no constituyen el objeto propio de la
presente exposición, todo eso está ligado sin embargo de una cierta manera, y a
veces incluso más estrechamente de lo que se estaría tentado a creer, siempre
en razón de esta ley de correspondencia que hemos señalado desde el comienzo
como el fundamento mismo de todo simbolismo.
(De la obra: Estudios sobre la
Franc-masonería I)
Capítulo VI: ACERCA DE LOS “ROSA-CRUZ DE LYON"
Actualmente los escritos sobre Martines
de Pasqually y sus discípulos se multiplican en este momento de manera bastante
curiosa: tras el libro de Le Forestier sobre el que tratamos en esta Revista el
mes pasado, he aquí que Paul Vulliaud publica a su vez una obra titulada Les
Rose-Croix lyonnais au XVIIIe. Siècle1. Dicho título no nos parece tan justificado, ya que, en este libro,
a decir verdad, fuera de la introducción, no se trata en lo más mínimo de los
Rosa-Cruz: ¿podría ser que se haya inspirado en la famosa denominación de
“Réau-Croix", de la cual Vulliaud, por lo demás, no se preocupó en
absoluto de hallar explicación? Es muy posible,
pero el uso del término no implica filiación alguna histórica de los
Rosa-Cruz propiamente dichos con los Elegidos Cohen y, en todo caso, no hay
razón para agrupar en el mismo epíteto organizaciones tales como la Estricta
Observancia y el Régimen Escocés Rectificado, que, ni en su espíritu ni en su
forma tenían sin duda ningún carácter rosacruciano. Pero diremos más: en
aquellos ritos masónicos donde existe un “grado Rosa-Cruz”, se tomó prestado
del Rosacrucismo solamente un símbolo, y llamar sin otra justificación
“Rosa-Cruz” a sus poseedores sería un equívoco bastante lamentable; hay algo parecido
en el título elegido por Vulliaud, quien por lo demás utiliza asimismo otras
terminologías, que parecen análogamente carecer de un sentido claro, como por
ejemplo el término de “Iluminados"; tales términos se emplean un poco al
azar, substituyéndose entre sí más o menos indiferentemente, lo que no puede
sino aumentar la confusión del lector, quien, entre otras cosas, ya tiene
suficientes dificultades para no extraviarse en la multitud de Ritos y de
Ordenes existentes en la época en cuestión. No es nuestra intención insinuar
que el mismo Vulliaud carezca de conocimientos precisos al respecto, por lo que
preferimos ver, en este uso inexacto de la terminología técnica, una
consecuencia casi necesaria de la actitud “profana” que se complace en adoptar,
actitud que por otra parte no dejó de sorprendernos, ya que hasta ahora sólo en
los ambientes universitarios y “oficiales” nos habíamos cruzado con personas
que se vanaglorian de su condición de profanos, y no creemos que Vulliaud
considere a tales ambientes mucho mejor de lo que lo hacemos nosotros.
Otra consecuencia de tal actitud se
manifiesta en el tono irónico que Vulliaud se cree obligado a emplear casi
constantemente, lo que resulta bastante fastidioso y que por otra parte corre
el riesgo de sugerir una parcialidad de la que debería cuidarse todo
historiador. Ya en el Joseph de Maistre, Francmaçon del mismo autor se
daba un poco la misma impresión; nos preguntamos si sería tan difícil para un
no-Masón (no decimos “un profano”) encarar cuestiones de este tipo sin acudir a
un lenguaje polémico que más valdría confinar a aquellas publicaciones
específicamente antimasónicas. Por lo que sabemos, la única excepción es Le
Forestier, y es una verdadera lástima no hallar en Vulliaud otra excepción,
cuando los estudios a que nos tiene acostumbrados deberían predisponer a una
serenidad mayor.
Entiéndase bien. Todo esto no aminora en
nada el valor y el interés de la abundante documentación publicada por
Vulliaud, si bien no es tan inédita como él parece creer2. Al respecto no deja de asombrarnos que haya dedicado un capítulo
a los “Sommeils”
("Sueños") sin siquiera recordar que sobre el tema y con el
mismo título ya existía un trabajo de Emile Dermenghem. Por el contrario, a
nuestro parecer lo verdaderamente inédito son los extractos de los “cuadernos
iniciáticos” transcritos por Louis-Claude de Saint-Martin: las extrañas
características de los “cuadernos” generan muchos interrogantes nunca
aclarados. Hace tiempo tuvimos ocasión de ver alguno de estos documentos: las extrañas
e ininteligibles notas en que abundan nos dieron la impresión clara de que
aquel “agente desconocido” a quien se atribuye la autoría, no es más que un
sonámbulo (no decimos “médium” ya que sería un flagrante anacronismo). Por lo
tanto serían el resultado de experiencias de igual tipo de aquellas de los
“Sommeils” lo que disminuye notablemente su alcance “iniciático”. En todo caso,
lo cierto es que todo esto nada tiene que ver con los “Elegidos Cohen”, quienes
además en aquel momento, ya habían dejado de existir como organización.
Agreguemos que tampoco se trata de cosas que directamente se refieran al
Régimen Escocés Rectificado, pese a que en los “cuadernos” se hable repetidamente
de la “Logia de la Beneficencia”. Para nosotros la verdad es que Willermoz y
otros miembros de dicha logia, interesados en el magnetismo, habían creado
entre ellos una especie de “grupo de estudios” como se diría hoy, al que
otorgaron el nombre un poco ambicioso de “Sociedad de Iniciados”. No de otro
modo podría explicarse este título que aparece en los documentos, y que
claramente indica, por lo mismo de haberse catalogado como “sociedad”, que el
grupo citado, si bien compuesto de Masones, no reunía como tal ningún carácter
masónico. Actualmente sucede todavía con frecuencia que algunos Masones
constituyan, con cualquier finalidad, lo que denominan un “grupo fraternal”,
cuyas reuniones carecen de toda forma ritual. La “Sociedad de los Iniciados”
debió de ser algo parecido; tal es, al menos, la única solución plausible que
podemos aportar a tan obscura cuestión.
Pensamos que la documentación aportada
sobre los Elegidos Cohen tiene otra importancia desde el punto de vista
iniciático, a pesar de las lagunas que a este respecto siempre hubo en la
enseñanza de Martines y que ya señalamos en nuestro último artículo. Vulliaud
tiene toda la razón cuando insiste sobre el error de quienes creyeron que
Martines fuera un kabalista. Todo lo que en él hay de inspiración
indiscutiblemente judía no implica efectivamente ningún conocimiento de su
parte de todo aquello que constituya lo que puede denominarse con propiedad
como Kábbala, término que frecuentemente se usa con total despropósito. Por
otro lado, la ortografía incorrecta y el estilo defectuoso de Martines, que
Vulliaud subraya con una no poco excesiva complacencia, no prueba nada en
contra de la realidad de sus conocimientos en un campo determinado. No hay que confundir instrucción profana con
saber iniciático: un iniciado de elevadísimo rango (lo que por cierto no fue
Martines) puede a la vez ser completamente iletrado, lo que se comprueba
frecuentemente en Oriente. Además, Vulliaud parece haberse esmerado en
presentar al personaje enigmático y complejo que fue Martines bajo su aspecto
más negativo; Le Forestier se ha mostrado sin duda mucho más imparcial; y,
después de todo lo dicho, quedan muchos puntos sin aclararse.
La persistencia de tales puntos obscuros
demuestra la dificultad de los estudios sobre este tipo de cosas, que parecen a
veces haber sido embrolladas intencionalmente. Por ello debemos agradecer la
contribución de Vulliaud, a pesar de haberse abstenido de formular
conclusiones. Su trabajo al menos nos permite tener a mano una documentación
nueva en gran parte y, en su conjunto, muy interesante3.
Por tanto, ya que su trabajo continuará,
confiamos en que Vulliaud no se demore demasiado en bien de sus lectores,
quienes sin duda encontrarán ahí muchas otras cosas curiosas y dignas de
interés, y quizá el punto de partida para reflexiones que el autor, limitándose
a su papel de historiador, no quiere expresar personalmente.
Publicado originalmente en “Voile
d’Isis”, de enero de 1930, París.
[1] Es a una organización de
este género a la que perteneció concretamente Leibnitz; hemos hablado en otra
parte de la inspiración manifiestamente rosacruciana de algunas de sus
concepciones, pero también hemos mostrado que no era posible considerarle sino
como habiendo recibido una iniciación simplemente virtual, y por lo demás
incompleta inclusive bajo el aspecto teórico (Ver Los principios del cálculo infinitesimal).
[2] Esta «leyenda» es en suma
del mismo género que las demás «leyendas» iniciáticas a las que ya hemos hecho
alusión precedentemente.
[3] Recordaremos aquí la
alusión que hemos hecho más atrás al simbolismo iniciático del viaje; por lo
demás, sobre todo en conexión con el hermetismo, hay muchos otros viajes, como
los de Nicolás Flamel por ejemplo, que parecen tener ante todo una
significación simbólica.
[4] De ahí el nombre de
«Colegio de los Invisibles» dado algunas veces a la colectividad de los
Rosa-Cruz.
[5] La fecha exacta de esta
ruptura está marcada, en la historia exterior de Europa, por la conclusión de
los tratados de Westfalia, que pusieron fin a lo que subsistía todavía de la
«Cristiandad» medieval para sustituirla por una organización puramente
«política» en el sentido moderno de esta palabra.
[6] Sería completamente inútil
buscar determinar «geográficamente» el lugar de retiro de los Rosa-Cruz; de
todas las aserciones que se encuentran sobre este punto, la más verdadera es
ciertamente aquella según la cual se «retiraron al reino del Prestejuan», no
siendo éste otra cosa, como lo hemos explicado en otro parte (El Rey del Mundo, pp. 13-15, ed.
francesa), que una representación del centro espiritual supremo, donde se
conservan efectivamente en estado latente, hasta el fin del ciclo actual, todas
las formas tradicionales, que por una razón o por otra, han dejado de
manifestarse en el exterior.
[7] Es muy dudoso que un
Rosa-Cruz haya escrito nunca él mismo nada, y, en todo caso, no podría ser más
que de una manera estrictamente anónima, puesto que su cualidad misma le impide
presentarse entonces como un simple individuo que habla en su propio nombre.
[8] No carece de interés
indicar que la palabra Ýûfî, por el valor de las letras que
lo componen, equivale numéricamente a el-hikmah
el-ilahiyah, es decir, «la sabiduría divina». — La diferencia del Rosa-Cruz
y del Ýûfî corresponde exactamente a la que
existe, en el Taoísmo, entre el «hombre verdadero» y el «hombre transcendente».
[9] Por lo demás, en árabe, ese
es uno de los sentidos de la palabra sirr,
«secreto», en el empleo particular que hace de ella la terminología «técnica»
del esoterismo.
[10] Ello fue así
verosímilmente, en el siglo XVIII, para organizaciones tales como la que se
conoció bajo el nombre de «Rosa-Cruz de Oro».
[11] Ver la exposición que hemos
hecho de ello en El Simbolismo de la
Cruz.
[12] Hemos explicado más
ampliamente esta representación en El
esoterismo de Dante.
[13] En la tradición islámica,
los estados en los que terminan respectivamente los «misterios menores» y los
«misterios mayores» se designan como el «hombre primordial» (el-insân el-qâdim) y el «hombre
universal» (el-insân el-kâmil); estos
dos términos corresponden así propiamente al «hombre verdadero» y al «hombre
transcendente» del Taoísmo, que ya hemos recordado en una nota precedente.
[14] Ver Autoridad espiritual y Poder temporal, cap. VIII. — Este texto es
el pasaje en el que Dante, al final de su tratado De Monarchia, define las atribuciones respectivas del Papa y del
Emperador, que representan la plenitud de estas dos funciones en la
constitución de la «Cristiandad».
[15] Las funciones sacerdotal y
real conllevan el conjunto de las aplicaciones cuyos principios son
proporcionados respectivamente por las iniciaciones correspondientes, de donde
el empleo de las expresiones de «arte sacerdotal» y de «arte real» para
designar estas aplicaciones.
[16] Sobre este punto, ver
también Autoridad espiritual y Poder
temporal, cap. II.
[17] Ver El Reino de la Cantidad
y los Signos de los Tiempos, cap. VIII.
[18] En occidente, es en la
Caballería donde se encontraban, en la edad media, las formas de iniciación
propias de los kshatriyas, o a lo que debe ser considerado como el equivalente
más exacto posible de éstos.
[19] Es lo que explica, para
limitarnos a dar aquí un solo ejemplo característico, que una expresión como la
de «arte real» haya podido ser empleada y conservada hasta nuestros días por
una organización como la Masonería, ligada por sus orígenes al ejercicio de un
oficio.
[20] Cf. El Reino de la Cantidad
y los Signos de los Tiempos, cap. XXXVIII.
[21] Es lo que la terminología
budista llama anâgamî, es decir, «el
que no retorna» a un estado de manifestación individual.
[22] Cf. Autoridad espiritual y
Poder temporal, cap. I.
[23] Cf. Autoridad espiritual y
Poder temporal, cap. III.
[24] Para evitar todo equívoco
posible, debemos precisar que sería completamente erróneo suponer, según lo que
hemos dicho de la correspondencia respectiva de las dos iniciaciones con los
«misterios mayores» y los «misterios menores», que la iniciación sacerdotal no
conlleva el paso por los «misterios menores»; la verdad es que este paso puede
efectuarse mucho más rápidamente en parecido caso, en razón de que los
brâhmanes, por su naturaleza, son llevados más directamente al conocimiento
principial, y de que, por consiguiente, no tienen necesidad de retrasarse en un
desarrollo detallado de posibilidades contingentes, de suerte que los
«misterios menores» pueden reducirse para ellos al mínimo, es decir, únicamente
a eso que constituye lo esencial de ellos y que apunta inmediatamente a la
obtención del «estado primordial».
[25] No hay que decir que, en
todo esto, entendemos estos términos en el sentido más general, como designando
las iniciaciones que convienen respectivamente a la naturaleza de los kshatriyas
y a la de los brâhmanes, ya que, en lo que se refiere al ejercicio de las
funciones correspondientes en el orden social, la consagración de los reyes y
la ordenación sacerdotal no representan más que «exteriorizaciones», como ya lo
hemos dicho más atrás, es decir, que no dependen más que del orden exotérico y
no implican ninguna iniciación, aunque sea simplemente virtual.
[26] A este respecto, se podría
recordar concretamente la existencia de grados «caballerescos» entre los altos
grados que se han superpuesto a la Masonería propiamente dicha; cualquiera que
pueda ser de hecho su origen histórico más o menos antiguo, cuestión sobre la
que siempre sería posible discutir indefinidamente sin llegar nunca a ninguna
solución precisa, el principio mismo de su existencia no puede explicarse
realmente más que por eso, y es todo lo que importa desde el punto de vista
donde nos colocamos al presente.
[27] Las manifestaciones de este
género parecen haber tenido su mayor extensión en la época del Renacimiento,
pero, aún en nuestros días, están muy lejos de haber cesado, aunque tengan
generalmente un carácter muy oculto y aunque sean completamente ignoradas, no
sólo por el «gran público», sino incluso por la mayoría de aquellos que
pretenden hacerse una especialidad del estudio de lo que se ha convenido llamar
vagamente las «sociedades secretas».
[28] Es menester agregar que
estas iniciaciones inferiores y desviadas son, naturalmente, aquellas que son
presa más fácilmente de la acción de influencias que emanan de la
contrainiciación; recordaremos a este propósito lo que hemos dicho en otra
parte sobre la utilización de todo aquello que presenta un carácter de
«residuos» en vista de una obra de subversión (Ver El reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXVI y
XXVII).
[29] Sobre este tema, ver
concretamente el Vishnu-Purâna.
[30] Ver Autoridad espiritual y
Poder temporal, cap. VII.
[31] Cf. El Reino de la Cantidad
y los Signos de los Tiempos, cap. VII.
[32] Ver El Reino de la Cantidad
y los Signos de los Tiempos, cap. XX y XXIII.
[33] Esto hay que relacionarlo
también con lo que hemos dicho de las relaciones que tuvo el Rosacrucianismo,
en su origen mismo, con el esoterismo islámico.
[34] Esta palabra es árabe en su
forma, pero no en su raíz; deriva verosímilmente del nombre de Kêmi o «Tierra negra» dado al antiguo
Egipto, lo que indica todavía el origen de que se trata.
[35] La significación del
término Qabbalah es exactamente la
misma que la de la palabra «tradición»; pero, puesto que esta palabra es
hebraica, no hay ninguna razón, cuando se emplea otra lengua diferente del
hebreo, para aplicarla a otras formas tradicionales que aquella a la que
pertenece en propiedad, y eso no podría más que dar lugar a confusiones. Del
mismo modo, la palabra Taçawwuf, en
árabe, puede tomarse para designar todo aquello que tiene un carácter esotérico
e iniciático, en cualquier forma tradicional que sea; pero, cuando uno se sirve
de una lengua diferente, conviene reservarle para la forma islámica a la que
pertenece por su origen.
[36] Notamos desde ahora, que es
menester no confundir o identificar pura y simplemente alquimia y hermetismo;
hablando propiamente, el hermetismo es una doctrina, y la alquimia es solo una
aplicación suya.
[37] Cf. Autoridad espiritual y
Poder temporal, cap. II.
[38] El punto de vista
cosmológico comprende también, bien entendido, el conocimiento de la
manifestación corporal, pero la considera sobre todo en tanto que se vincula a
la manifestación sutil como a su principio inmediato, en lo cual difiere
enteramente del punto de vista profano de la física moderna.
[39] En efecto, una tal
transposición es posible siempre, desde que el lazo con un principio superior y
verdaderamente transcendente no está roto, y hemos dicho que la «Gran Obra»
hermética misma puede ser considerada como una representación del proceso
iniciático en su conjunto; únicamente, entonces ya no se trata del hermetismo
en sí mismo, sino más bien en tanto que puede servir de base a algo de un orden
diferente, de una manera análoga a aquella en la que el esoterismo tradicional
mismo puede ser tomado como base de una forma iniciática.
[40] No hay que decir que aquí
tomamos esta palabra en su sentido antiguo y estrictamente etimológico.
[41] Tales circunstancia se han
presentado concretamente, en occidente, en la época que marca el paso de la
edad media a los tiempos modernos, y es lo que explica la aparición y la
difusión, que señalábamos más atrás, de algunas desviaciones de este género
durante el periodo del Renacimiento.
[42] Hemos dicho que el «arte
real» es propiamente la aplicación de la iniciación correspondiente; pero la
alquimia tiene en efecto el carácter de una aplicación de la doctrina, y los
medios de la iniciación, si se consideran colocándose en un punto de vista en
cierto modo «descendente», son evidentemente una aplicación de su principio
mismo, mientras que inversamente, desde el punto de vista «ascendente», son el
«soporte» que permite acceder a éste.
[43] En relación a la alquimia,
esta «hiperquímica» es casi lo que es la astrología moderna, llamada
«científica», en relación a la verdadera astrología tradicional (cf. El Reino de la Cantidad y los Signos de los
Tiempos, cap. X).
[44] Existen todavía acá y allá
pseudoalquimistas de todo tipo, y hemos conocido a algunos, tanto en oriente
como en occidente; ¡pero podemos asegurar que nunca hemos encontrado a ninguno
que haya obtenido resultados cualesquiera, por pocos que fueran, en relación
con la suma prodigiosa de esfuerzos dispensados en investigaciones que acababan
por absorber toda su vida!
[45] Existe concretamente un
tratado de El-Ghazâli que lleva este
título.
[46] A este propósito,
recordamos que los resultados prácticos obtenidos por las ciencias profanas no
justifican ni legitiman de ninguna manera el punto de vista mismo de estas
ciencias, como tampoco prueban el valor de las teorías formuladas por éstas,
con las que no tienen en realidad más que una relación puramente «ocasional».
[47] Aquí se puede emplear sin
abuso esta palabra de «poderes», porque se trata de consecuencias de un estado
interior adquirido por el ser.
[48] Se encuentran en la
tradición islámica ejemplos muy claros de lo que indicamos aquí: así, Seyidnâ
Alî tenía, se dice, un conocimiento perfecto de la alquimia bajo todos sus
aspectos, comprendido el que se refiere a la producción de efectos exteriores
tales como las transmutaciones metálicas, pero rehusó siempre a hacer el menor
uso de ellos. Por otra parte, se cuenta que Seyidi Abul-Hassan Esh-Shâdili,
durante su estancia en Alejandría, transmutó en oro, a petición del sultán de
Egipto que tenía entonces una urgente necesidad de él, una gran cantidad de
metales vulgares; pero lo hizo sin tener que recurrir a ninguna operación de
alquimia material ni a ningún medio de orden psíquico, y únicamente por el
efecto de su barakak o influencia
espiritual.
[49] El-insânu ramzul-wujûd.
[50] Es el hadîth que ya hemos citado precedentemente: Man arafa nafsahu faqad arafa Rabbahu.
[51] San Juan es considerado
frecuentemente como el jefe de la Iglesia interior,
y, según ciertas concepciones de las que encontramos aquí un indicio, se quiere
de este modo oponerle a San Pedro, jefe de la Iglesia exterior; la verdad es más bien que su autoridad no se aplica al
mismo dominio.
[52] Este pasaje de Éliphas
Lévi, como muchos otros (sacados sobre todo del Dogme et Rituel de la Haute Magie), ha sido reproducido
textualmente, sin indicación de proveniencia, por Albert Pike en su Morals and Dogma of Freemasonry, p. 822;
por lo demás, el título mismo de esta obra está visiblemente imitado del de
Éliphas Lévi.
[53] Ch.-M Limousin. La Kabbale littérale
occidentale.
[54] La palabra «Kabbala» misma
significa «tradición» en hebreo, y, si no se escribe en esa lengua, no hay
ninguna razón en emplearla para designar toda tradición indistintamente.
[55] Es menester decir que,
según testimonios contemporáneos, Dante mantuvo relaciones sostenidas con un
judío muy instruido, y poeta también, Immanuel ben Salomon ben Jekuthiel
(1270-1330); pero por ello no es menos verdad que no vemos ninguna huella de
elementos específicamente judaicos en la
Divina Comedia, mientras que Immanuel se inspiró en ésta para una de sus
obras, a pesar de la opinión contraria de Israel Zangwill, que la comparación
de las fechas hace enteramente insostenible.
[56] Esta opinión ha sido
efectivamente emitida por Reuchlin.
[57] Se puede decir lo mismo, en
el siglo XVI, de las obras de Rabelais, que encierran también una significación
esotérica que podría ser interesante estudiar de cerca.
[58] Éliphas Lévi, Histoire de la Magie, 1860, pp. 359-360.
— Importa precisar también a este propósito que existe una suerte de adaptación
italiana del Roman de la Rose,
titulada Il Fiore, cuyo autor, «Ser
Durante Fiorentino», parece no ser otro que Dante mismo; el verdadero nombre de
éste era en efecto Durante, del que Dante no es más que una forma abreviada.
[59] Histoire de France, t. III, pp. 398-399.
[60] El Templario suabo Wolfram
d´Eschenbach, autor de Parzival, e
imitador del benedictino satírico Guyot de Provins, que él mismo designa bajo
el nombre singularmente deformado de «Kyot de Provence».
[61] Henri Martin agrega aquí en
nota: «Perceval acabó por transferir el Grial
y reedificar el templo en la India, y es el Preste
Juan, ese jefe fantástico de una cristiandad oriental imaginaria, que
heredó la custodia del Santo Vaso».
[62] Tocamos aquí un punto muy
importante, pero que no podríamos tratar sin salirnos mucho de nuestro tema:
hay una relación muy estrecha entre el simbolismo mismo del Grial y el «centro común» al que Henri
Martin hace alusión, aunque sin que parezca suponer su realidad profunda, como
tampoco comprende evidentemente lo que simboliza, en el mismo orden de ideas,
la designación del Preste Juan y de
su reino misterioso.
[63] Estos términos están
tomados al lenguaje del esoterismo islámico, que es particularmente preciso
sobre este punto. — En el mundo occidental, el símbolo de la «Rosa-Cruz» ha
tenido exactamente el mismo sentido, antes de que la incomprensión moderna no
diera lugar a toda suerte de interpretaciones bizarras o insignificantes; la
significación de la rosa será explicada más adelante.
[64] «Cuando el hombre, en el
“grado universal”, se exalta hacia lo sublime, cuando surgen en él los otros
grados (estados no humanos) en perfecta expansión, él es el “Hombre Universal”.
Tanto la exaltación como la amplitud han alcanzado su plenitud en el Profeta
(que así es idéntico al “Hombre Universal”)» (Epístola sobre la Manifestación del Profeta, por el Sheikh Mohammed
ibn Fadlallah El-Hindi). — Esto permite comprender esta palabra que fue
pronunciada, hace una veintena de años, por un personaje que ocupaba entonces
en el islam, incluso bajo el simple punto de vista exotérico, un rango muy
elevado: «Si los cristianos tienen el signo de la cruz, los musulmanes tienen
su doctrina». Añadiremos que, en el orden esotérico, la relación del «Hombre
Universal» con el Verbo por una parte, y con el Profeta por otra no deja
subsistir, en cuanto al fondo mismo de la doctrina, ninguna divergencia real
entre el cristianismo y el islam, entendidos uno y otro en su verdadera
significación. — Parece que la concepción del Vohu-Mana, en los antiguos persas, haya correspondido también a la
del «Hombre Universal».
[65] Sobre este punto, ver los
últimos capítulos de El Hombre y su
devenir según el Vêdânta.
[66] Este número, que es 66, se
da por la suma de los valores numéricos de las letras que forman los nombres Adam wa Hawâ. Según el Génesis hebraico, el hombre, «creado
macho y hembra», es decir, en un estado androgínico, es «a la imagen de Dios»;
y, según la tradición islámica, Allah
ordenó a los ángeles adorar al hombre (Qorân,
II, 34; XVII, 61; XVIII, 50). El estado androgínico original es el estado
humano completo, en el que los complementarios, en lugar de oponerse, se
equilibran perfectamente; tendremos que volver sobre este punto después. Aquí
agregaremos solamente, que, en la tradición hindú, una expresión de este estado
se encuentra contenida simbólicamente en la palabra Hamsa, donde los dos polos complementarios del ser están, además,
puestos en correspondencia con las dos fases de la respiración, que representan
las de la manifestación universal.
[67] Los dos estados que
indicamos aquí en la realización de la «Identidad Suprema» corresponden a la
distinción que ya hemos hecho en otra parte entre lo que podemos llamar la
«inmortalidad efectiva» y la «inmortalidad virtual» (ver El Hombre y su devenir según el Vêdânta, XVIII).
[68] Ya hemos tenido la ocasión
de señalar que Leibnitz, diferente en eso de los demás filósofos modernos,
había recibido algunos datos tradicionales, por lo demás bastante elementales e
incompletos, y que, a juzgar por el uso que hace de ellos, no parece haber
comprendido siempre perfectamente.
[69] Otro defecto capital de la
concepción de Leibnitz, defecto que, por lo demás, está quizás ligado más o
menos estrechamente a éste, es la introducción del punto de vista moral en
consideraciones de orden universal donde no tiene nada que hacer, por el
«principio de lo mejor», principio del que este filósofo ha pretendido hacer la
«razón suficiente» de toda existencia. Agregaremos todavía, a este propósito,
que la distinción de lo posible y de lo real, tal como Leibnitz quiere
establecerla, no podría tener ningún valor metafísico, ya que todo lo que es
posible es por eso mismo real según su modo propio.
1 “Bibliotheque des Initiations modernes”, de. E.
Nourry.
2 Por ejemplo, las cinco “instrucciones” a los Elegidos Cohen
reproducidas en el cap. IX, ya habían sido publicadas en 1914 en “France
Antimaçonique”. Asignemos a cada uno lo que propiamente le pertenece.
3 De pasada indiquemos un error histórico que es en verdad
demasiado grueso como para atribuirlo a un simple descuido: Vulliaud escribe
que “Albéric Thomas, en oposición a Papus, fundó con otras personas el Rito de
Misraim” (nota de pág. 42). Ahora bien,
tal rito se fundó en Italia hacia 1805, y fue introducido por los hermanos Bédarride en Francia en el año
1812.
No hay comentarios:
Publicar un comentario