domingo, 16 de febrero de 2014

LOS GUARDIANES DE TIERRA SANTA






Los Guardianes de la Tierra Santa

Rene Guenon

            Entre las atribuciones de las Órdenes de Caballería y más particularmente de los Templarios, una de las más conocidas, pero no de las mejor comprendidas en general, es la de "guardianes de Tierra Santa". Sin duda, si se atiene uno al sentido más ex­terior, se encuentra una explicación inmediata de este hecho en la conexión existente entre el origen de esas Órdenes y las Cru­zadas, pues, para los cristianos como para los judíos, ciertamente parece que la "Tierra Santa" no designa sino Palestina. Sin embargo, la cuestión se torna más compleja cuando se advierte que diversas organizaciones orientales cuyo carácter iniciático no es dudoso, como los "Asassíes" y los Drusos, han tomado igualmente ese mismo título de "guardianes de Tierra Santa". Aquí, en efecto, no puede tratarse ya de Palestina; y, por otra parte, es notable que esas organizaciones presenten un número considerable de rasgos comunes con las Ordenes de Caballería occidentales, y que incluso algunas de éstas hayan estado históricamente en relación con aquéllas. ¿Qué debe, pues, entenderse en realidad por "Tierra Santa", y a qué corresponde exactamente ese papel de "guardia­nes" que parece vinculado a un género de iniciación determinado al cual puede llamarse iniciación "caballeresca", dando a este tér­mino una extensión mayor de la que se le atribuye de ordinario pero que las analogías existentes entre las diversas formas de aquello de que se trata bastarían ampliamente para justificar?

         La expresión "Tierra Santa" tiene cierto número de sinónimos: "Tierra Pura, "Tierra de los Santos", "Tierra de los Bienaventurados", "Tierra de los Vivientes", "Tierra de Inmortalidad", que estas designaciones equivalentes se encuentran en las tradiciones de todos los pueblos, y que se aplican siempre esencialmente a un centro espiritual cuya localización en una región determinada, por lo demás, puede enten­derse, según los casos literal o simbólicamente, o en ambos sen­tidos a la vez. Toda "Tierra Santa" se designa además por expre­siones como 'las de "Centro del Mundo" o "Corazón del Mundo", lo cual requiere alguna explicación, pues estas designaciones uni­formes, aunque diversamente aplicadas, podrían fácilmente llevar a ciertas confusiones. Si consideramos, por ejemplo, la tradición hebrea, vemos que se habla, en el Sefer Yetsiráh, del "santo Palacio" o "Palacio interior", que es el verdadero "Centro del Mundo", en el sentido cosmogónico del término; y vemos también que ese "santo Palacio" tiene su imagen en el mundo humano por la residencia, en cierto lugar, de la Shejinah, que es la "presencia real" de la Divinidad. Para el pueblo de Israel, esa residencia de la Shejinah era el Ta­bernáculo (Mishkan), que por esa razón era considerado por él como el "Corazón del Mundo", pues constituía efectivamente el cen­tro espiritual de su propia tradición. Este centro, por lo demás, no fue al comienzo un lugar fijo; cuando se trata de un pueblo nómada, como era el caso, su centro espiritual debe desplazarse con él, aunque permaneciendo siempre en el corazón de ese des­plazamiento. "La residencia de la Shejinah solo se fijó el día que se construyó el Templo, para el cual David había preparado el oro, la plata y todo cuanto era necesario a Salomón para dar cumplimiento a la obra. El Tabernáculo de la Santidad de Jehovah, la residencia de la Shejinah, es el Sanctasanctorum que es el corazón del Templo, el cual es a su vez el centro de Sión (Jerusalén), como la santa Sión es el centro de la Tierra de Israel, como la Tierra de Israel es el centro del mundo". Puede advertirse que hay aquí una serie de extensiones, dadas gradualmente a la idea de centro en las aplicaciones que de ella se hacen sucesivamente, de suerte que la denominación de "Centro del Mundo" o de "Corazón del Mundo" es finalmente extendida a la Tierra de Israel en su totalidad, en tanto que considerada como la "Tierra Santa"; y ha de agregarse que, en el mismo aspecto, recibe también, entre otras denominaciones, la de "Tierra de los Vivos". Se habla de la "Tierra de los Vivos que comprende siete tierras", que "esta Tierra es Canaán, en la cual había siete pueblos", lo cual es exacto en el sentido literal, aunque sea igualmente posible una interpretación simbó­lica. La expresión "Tierra de los Vivos" es exactamente sinónima de "morada de inmortalidad", y la liturgia católica la aplica a la morada celeste de los elegidos, que estaba en efecto figurada por la Tierra Prometida, puesto que Israel, al penetrar en ésta, debía ver el fin de sus tribulaciones. Desde otro punto de vista más, la Tierra de Israel, en cuanto centro espiritual, era una ima­gen del Cielo, pues, según la tradición judía, "todo lo que los israelitas hacen en la tierra se cumple según los tipos de lo que ocurre en el mundo celestial. Lo que aquí se dice de los israelitas puede decirse igualmente de todos los pueblos poseedores de una tradición verdaderamente ortodoxa; y, en efecto, el pueblo de Israel no es el único que haya asimilado su país al "Corazón del Mundo" y lo haya considerado como una imagen del Cielo, ideas ambas que, por lo demás, no son en realidad sino una. El uso de idéntico simbolismo se encuentra entre otros pueblos que poseían igualmente una "Tierra Santa", es decir, una región donde estaba establecido un centro espiritual dotado para ellos de un papel comparable al del Templo de Jeru­salén para los hebreos. A este respecto ocurre con la "Tierra Santa" como con el "Omphalos", que era siempre la imagen visi­ble del "Centro del Mundo" para el pueblo que habitaba la región donde estaba situado.



         El simbolismo de que se trata se encuentra particularmente entre los antiguos egipcios; en efecto, según Plutarco, "los egip­cios dan a su país el nombre de Khemia (Kémi, en lengua egipcia, significa 'tierra negra', designación cuyo equi­valente se encuentra también en otros pueblos; de esta palabra proviene la de alquimia -donde “al”  no es sino el artículo árabe-, que designaba originariamente la ciencia hermética, es decir, la ciencia sacerdotal de Egipto) y lo comparan a un corazón". La razón que da este autor es bastante extraña: "Ese país es en efecto cálido, húmedo, está contenido en las partes me­ridionales de la tierra habitada, extendido a mediodía, como en el cuerpo del hombre el corazón se extiende a la izquierda", pues "los egipcios consideran el Oriente como el rostro del mundo, el Norte como la derecha y el Mediodía como la izquierda Éstas no son más que similitudes harto superficiales, y la verdadera razón ha de ser muy otra, puesto que la misma comparación con el co­razón se aplica generalmente a toda tierra a la cual se atribuya carácter sagrado y "central" en sentido espiritual, cualquiera fuere su situación geográfica. Por lo demás, según el mismo Plutarco, el corazón, que representaba a Egipto, representaba a la vez el Cielo  "Los egipcios -dice- figuran el Cielo, que no puede en­vejecer porque es eterno, por un corazón colocado sobre un bra­sero cuya llama alimenta su ardor." Así, mientras que el corazón se figura por un vaso que no es sino el que las leyendas del Medioevo occidental designarían como el "Santo Graal", es a su vez y simultáneamente el jeroglífico de Egipto y del Cielo.

         La conclusión que, debe sacarse de estas consideraciones es que hay tantas "Tierras Santas" particulares como formas tradicio­nales regulares existen, puesto que representan los centros espirituales que corresponden respectivamente a las diferentes formas; pero, si igual simbolismo se aplica uniformemente a todas esas "Tierras Santas", ello se debe a que los centros espirituales tienen todos una constitución análoga, y a menudo hasta en muy pre­cisos pormenores, porque son otras tantas imágenes de un mismo centro único y supremo, sólo el cual es verdaderamente el "Centro del Mundo", pero del cual aquéllos toman los atributos como par­ticipantes de su naturaleza por una comunicación directa, en la cual reside la ortodoxia tradicional, y como representantes efec­tivos de él, de una manera más o menos exterior, para tiempos y lugares determinados. En otros términos, existe una "Tierra San­ta" por excelencia, prototipo de todas las otras, centro espiritual al cual todas las demás están subordinadas, sede de la tradición primordial, de la cual todas las tradiciones particulares derivan por adaptación a tales o cuales condiciones definidas de un pueblo o de una época. Esa "Tierra Santa" por excelencia es la "región suprema, según el sentido del término sánscrito Paradêsha, del cual los Caldeos hicieron Pardés y los occidentales Paraiso; es, en efecto, el "Paraíso terrestre", ciertamente punto de partida de toda tradición, que tiene en su centro la fuente única de donde parten los cuatro ríos que fluyen hacia los cuatro puntos cardinales, y es a la vez "morada de inmortalidad", como es fácil advertirlo refiriéndose a los primeros capítulos del Génesis. Por eso la "fuente de enseñanza" es al mismo tiempo la "fuente de juvencia" (Fons iuventutis), porque quien bebe de ella se libera de la con­dición temporal; está, por otra parte, situada al pie del "Árbol de Vida" y sus aguas se identifican evidentemente con el "elixir de longevidad" de los hermetistas (la idea de "longevidad" tiene aquí la misma significación que en las tradiciones orientales) o al "elixir de inmortalidad", de que se trata en todas partes bajo nombres diversos.



         No podemos trataremos aquí sobre todas las cuestiones concernien­tes al Centro supremo, su conservación, de un modo más o menos oculto según los períodos, desde el comienzo hasta el fin del ciclo, o sea desde el "Paraíso terrestre" hasta la "Jerusalén celeste", que representan las dos fases extremas; los múltiples nombres con los cuales se lo designa, como los de Tula, Luz, Salem, Agarttha; los diferentes símbolos que lo figuran, como la montaña, la caverna, la isla y muchos otros, en relación inmediata, por su mayor parte, con el simbolismo del "Polo" o del "Eje del Mundo". A estas figuraciones podríamos agregar también las que lo presentan como una ciudad, una ciudadela, un templo o un palacio, según el aspecto especial en que se lo encara; y ésta es la ocasión de recordar, al mismo tiempo que el Templo de Salomón, más directamente vin­culado con nuestro tema, el triple recinto de que hemos hablado recientemente considerándolo como representación de la jerarquía iniciática de ciertos centros tradicionales, y también el misterio­so laberinto, que, en forma más compleja, se vincula con una con­cepción similar, con la diferencia de que pone en evidencia sobre todo la idea de un "encaminarse" hacia el centro escondido (búsqueda de la Palabra Perdida, búsqueda del Santo Grial).

         Debemos añadir ahora que el simbolismo de la "Tierra Santa" tiene un doble sentido: ya se refiera al Centro supremo o a un centro subordinado, representa no sólo a este centro mismo sino también, por una asociación por lo demás muy natural, a la tra­dición que de él emana o que en él se conserva, es decir, en el primer caso, a la tradición primordial, y en el segundo, a deter­minada forma de tradición particular. Este doble sentido se en­cuentra análogamente, y de modo muy claro, en el simbolismo del "Santo Grial", que es a la vez un vaso (grasale) y un libro (gradale o graduale); este último aspecto designa manifiestamente la tradición, mientras que el primero concierne más directamente al estado correspondiente a la posesión efectiva de esa tradición, vale decir al "estado edénico", si se trata de la tradición primordial; y quien ha llegado a tal estado está, por eso mismo, reintegrado al Pardes, de suerte que puede decirse que su morada se encuentra en adelante en el "Centro del Mundo". No sin motivo hemos relacionado aquí ambos simbolismos, pues su estrecha similitud muestra que, cuando se habla de la "Caba­llería del Santo Grial" o de los "Guardianes de la Tierra Santa", debe entenderse por ambas expresiones exactamente la misma cosa; nos falta explicar, en la medida de lo posible, en qué con­siste propiamente la función de esos "guardianes", función que fue en particular la de los Templarios. Saint-Yves d'Alveydre emplea, para designar a los "guardianes" del Centro supremo, la expresión "Templarios del Agarttha"; las consideraciones que aquí formulamos harán ver la exactitud de este término, cuya signifi­cación él mismo quizá no había captado plenamente.



            Para comprender bien de qué se trata, es menester distinguir entre los mantenedores de la tradición, cuya función es la de con­servarla y transmitirla, y los que reciben solamente de ella, en mayor o menor grado, una comunicación y, podríamos decir, una participación. Los primeros, depositarios y dispensadores de la doctrina, están junto a la fuente misma, que es propiamente el centro; de allí, la doctrina se comunica y reparte jerárquicamente a los diversos grados iniciáticos, según las corrientes representadas por los ríos del Pardés, o, si se quiere retomar la figuración que hemos estudia­do hace un momento, por los canales que, yendo del interior al exterior, vinculan entre sí los recintos sucesivos correspondientes a esos diversos grados. Así pues, no todos los que participan de la tradición han lle­gado al mismo grado ni realizan las mismas funciones; inclusive sería preciso establecer una distinción entre ambas cosas, las cua­les, aunque generalmente en cierta manera se corresponden, no son empero estrictamente solidarias, pues puede ocurrir que un hombre esté intelectualmente cualificado para recibir los grados más altos pero no sea apto por eso para cumplir todas las funciones en la organización iniciática. Aquí, solamente debemos considerar las funciones; y, desde este punto de vista, diremos que los "guardianes" están en el límite del centro espiritual, tomado en su sen­tido más lato, o en el último recinto, aquel por el cual el centro está a la vez separado del "mundo exterior" y en relación con él. Por consiguiente, estos "guardianes" tienen una doble función: por una parte, son propiamente los defensores de la "Tierra Santa" en el sentido de que vedan el acceso a quienes no poseen las cua­lificaciones requeridas para penetrar en ella, y constituyen lo que hemos llamado su "cobertura externa", es decir, la ocultan a las miradas profanas; por otra parte, aseguran también así ciertas relaciones regulares con el exterior.

         Es evidente que el papel de defensor es, para hablar el len­guaje de la tradición hindú, una función de kshatriya; y, precisa­mente, toda iniciación caballeresca está esencialmente adaptada a la naturaleza propia de los hombres que pertenecen a la casta guerrera, o sea la de los kshatriya. De ahí provienen los carac­teres especiales de esta iniciación, el simbolismo particular de que hace uso, y especialmente la intervención de un elemento afectivo, designado muy explícitamente por el término "Amor". Pero, en el caso de los Templarios, hay algo más a tomar en cuenta: aunque su iniciación haya sido esencialmente "caballeresca", como convenía a su naturaleza y función, tenían un doble carácter, a la vez militar y religioso; y así debía ser si pertenecían, como tenemos buenas razones para creerlo, a los "guardianes" del Centro supremo, donde la autoridad espiritual y el poder temporal se reúnen en su principio común, y que comunica la marca de esta unión a todo cuanto le está directamente vinculado. En el mundo occidental, donde lo espi­ritual toma la forma específicamente religiosa, los verdaderos "Guardianes de la Tierra Santa", en tanto que tuvieron una exis­tencia en cierto modo "oficial", debían ser caballeros, pero caba­lleros que fuesen monjes a la vez; y, en efecto, eso precisamente fueron los Templarios.



         Esto nos lleva directamente a hablar del segundo papel de los "Guardianes" del Centro supremo, papel que consiste, decíamos, en asegurar ciertas relaciones exteriores y sobre todo, agregaremos, en mantener el vínculo entre la tradición primordial y las tradiciones secundarias derivadas. Para que pueda ser así, es necesario haya en cada forma tradicional una o varias organiza­ciones constituidas en esa misma forma, según todas las aparien­cias, pero compuestas por hombres conscientes de lo que está más allá de todas las formas, vale decir, de la doctrina única que es la fuente y esencia de todas las otras; y que no es sino la tradición primordial.

         En el mundo de tradición judeocristiana, tal organización debía, naturalmente, tomar por símbolo el Templo de Salomón; éste, por lo demás, habiendo dejado de existir materialmente desde hacía mucho, no podría tener entonces sino una significación puramente ideal, como imagen del Centro supremo, tal cual lo es todo centro espiritual subordinado; y la etimología misma del nombre Jerusalén indica con harta claridad que ella no es sino una imagen visible de la misteriosa Salem de Melquisedec. Si tal fue el carácter de los Templarios, para desempeñar el papel que les estaba asignado, y que concernía a una determinada tradición, la de Oc­cidente, debían permanecer vinculados exteriormente con la forma de esta tradición; pero, a la vez, la conciencia interior de la ver­dadera unidad doctrinal debía hacerlos capaces de comunicar con los representantes de las otras tradiciones: esto explica sus re­laciones con ciertas organizaciones orientales, y sobre todo, como es natural, con aquellas que en otras partes desempeñaban un papel similar al de ellos.

         Por otra parte, puede comprenderse en tales condiciones, que la destrucción de la Orden del Temple haya traído aparejada para Occidente la ruptura de las relaciones regulares con el "Centro del Mundo"; y, en efecto, al siglo XIV debe hacerse remontar la des­viación que debía resultar inevitablemente de tal ruptura, y que ha ido acentuándose gradualmente hasta nuestra época. Esto no significa, empero, que todo vínculo haya sido cortado de una vez por todas; durante bastante tiempo pudieron haberse mantenido relaciones en cierta medida, pero sólo de una manera oculta, por intermedio de organizaciones como la Fede Santa o los "Fieles de Amor", como la "Massenie del Santo Graal", y sin duda muchas otras, todas herederas del espíritu de la Orden del Temple, y en su mayoría vinculadas con ella por una filiación más o menos directa. Aquellos que conservaron vivo este espíritu y que ins­piraron tales organizaciones sin constituirse nunca ellos mismos en ninguna agrupación definida, fueron aquellos a quienes se llamó, con un nombre esencialmente simbólico, los Rosa-Cruz; pero llegó un día en que los Rosa-Cruz mismos debieron abando­nar Occidente, donde las condiciones se habían hecho tales que su acción no podía ejercerse ya, y, se dice, se retiraron entonces a Asia, reabsorbidos en cierto modo hacia el Centro supremo, del cual eran como una emanación. Para el mundo occidental, ya no hay "Tierra Santa" que guardar, puesto que el camino que a ella conduce se ha perdido ya enteramente; ¿cuánto tiempo todavía durará esta situación, y cabe siquiera esperar que la comunicación pueda ser restablecida tarde o temprano? Es ésta una pregunta a la cual no nos corresponde dar respuesta; aparte de que no queremos arriesgar ninguna predicción, la solución no depende sino de Occidente mismo, pues sólo retornando a condiciones nor­males y recobrando el espíritu de su tradición, si le queda aún la posibilidad, podrá ver abrirse de nuevo la vía que conduce al "Centro del Mundo".